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Lo aquí narrado es el registro de algunas charlas informales que sostuvimos con habitantes del municipio de Linares. Nos pareció significativo romper con la inercia de la omisión y decidimos escribir este texto con el único afán de rescatar unas cuantas impresiones que la gente del pueblo refiere en lo cotidiano. Recuperar y legar estos registros de lo humano, es también —presentimos— una manera de incidir y resistir a un contexto social que cada vez resulta más difícil de sobrellevar.
*Heriberto y Elvira son nombres ficticios.
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El municipio de Linares está ubicado al sureste de la ciudad de Monterrey; es un municipio enclavado en la región citrícola de Nuevo León. Al igual que Allende, Santiago, Montemorelos, Cadereyta y China, es una población que desde hace aproximadamente tres años se ha convertido en campo de batalla de narcotraficante antagonistas. Debido a que las dos principales agrupaciones delictivas se disputan el control de la autopista Monterrey-Linares (vía neurálgica para el trasiego de droga hacia Tamaulipas), la permanencia de este tipo de grupos ha sido incesante. Los cárteles se han asentado en el pueblo y han logrado penetrar su tejido social. A pesar de ser un poblado relativamente grande (con aproximadamente 78,000 habitantes), y a diferencia de Allende y Santiago (localidades más pequeñas pero que se entienden así mismas como metropolitanas), en Linares aún persiste un estilo de vida acompasado, con un tipo de sensibilidad más sosegada. Al igual que Montemorelos y Cadereyta, poblados con quien comparte condiciones similares, a Linares lo han trastocado violentamente y los han convertido en un pueblo temeroso. La violencia, los secuestros, las extorsiones, pero sobre todo la indiferencia (de todos) han marcado un rumbo nada esperanzador para el otrora pacífico pueblo de Linares.
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No sabemos a qué va a llegar todo esto
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Heriberto dice que se acaba de cumplir exactamente un año de la balacera en la plaza principal del pueblo. Me muestra las calles por donde se dio la persecución: son alrededor de quince cuadras que cruzan de un extremo al otro la zona centro del pueblo. Él todavía recuerda el rechinido de llantas, el sonido de los disparos, las puertas atrancadas y las calles desiertas; luego, me describe, lo que más le caló fue el silencio, nadie sabía nada y nadie se animaba a salir. No hubo pronunciamiento de las autoridades por la radio o la televisión y, aunque había helicópteros militares apostados en Soriana, en las noticias aseguraron que las cosas habían vuelto a la normalidad. Al día siguiente, los imponentes operativos militares y las paredes agujereadas eran pruebas contundentes de que Linares definitivamente no volvería a ser el mismo. En el enfrentamiento tal vez murieron más de los que oficialmente declararon, pero lo que causó más terror e incertidumbre, fue el levantón de al menos seis tránsitos de la localidad, que a la fecha, siguen sin aparecer.
Conforme avanzamos unas cuadras, Heriberto me va trazando un mapa macabro: acá desaparecieron a un doctor que ya no volvió; aquí vivía un comerciante que tuvo que cerrar sus negocios y escapar del pueblo después de que lo secuestraron; allá levantaron a tal; a aquél sí lo soltaron; a éste ya lo amenazaron; ése mejor se fue porque lo andaban cazando.
Los secuestrados la tienen difícil porque, me comenta, en seguida de que los secuestradores los liberan, el ejército va por ellos y los retiene durante un mes para sacarles información (y darles “atención psicológica”). Y ya libres deben de cuidarse de que no haya represalias por parte de los delincuentes. Heriberto saluda a casi todos con los que cruza mirada: calle con calle la lista crece y parece no tener fin; más de la mitad de las personas que conoce tienen parientes o amigos cercanos que han sufrido extorsiones. Él mismo expresa haber experimentado el caso de un compañero de trabajo que ya no apareció; narra que al menos hay 150 desaparecidos (un número demasiado grande, afirma, según la relación de habitantes) y que la mayoría son retenidos por dinero, y unos cuantos por rencillas. En la localidad se siente una sensación de intranquilidad, nadie está a salvo; Heriberto reflexiona y presiente que no se da a conocer ni la tercera parte de lo que sucede en la comunidad.
Dan las nueve de la noche y nadie sale de su casa, el pueblo se vacía; si bien, hay algunos esfuerzos por reconstruir el tejido social y volver a ocupar los espacios públicos, en Linares persiste la paranoia y difícilmente cambiará el panorama a corto plazo. Heriberto asevera que la población se encuentra atemorizada y que muchos ya se han ido; según atestigua, en los pueblos se padece la inseguridad de una manera distinta: mientras que en la ciudad los individuos se “pierden” por falta de cercanía, en los poblados casi todos se conocen y saben muy bien quién anda en qué; por ello, la psicosis se incrementa exponencialmente: la gente ya no quiere hablar ni se anima a convivir libremente.
En octubre del año pasado se asentó otro duro golpe a la ya de por sí vulnerada confianza de los ciudadanos; la detención de 250 policías del municipio acendró aún más la percepción de indefensión en los pobladores. Heriberto lamenta la situación y asegura que la presencia de los militares no ha cambiado nada, asienta que, o no traen inteligencia o de plano no quieren hacer nada. Lo único seguro, cavila, es que no se sabe a qué va a llevar todo esto; lo que sí, confiesa, es que ya se están cansando de andar con el miedo a rastras.
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Si me voy es porque ya no se puede
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La señora Elvira me narró nerviosa y rápidamente por qué tenía que irse del Linares: hace unos meses tuvo que cerrar su pequeño negocio de artesanías ya que le cobraban piso y le era imposible pagar lo que le pedían. Eran constantes las llamadas para amenazarla y nunca denunció porque tenía miedo de que le fuera a ir peor. Sólo pude estar unos minutos con ella debido a que, afirmó, tenía que salir corriendo a preparar unas cosas. Elvira se notaba apesadumbrada y después de unos instantes me reveló que la mayor parte de su familia ya no reside en el pueblo. Hace unas semanas le secuestraron a un pariente lejano y, aunque suene paradójico, tuvo la mala fortuna de haber sido liberado por los militares antes de que sus familiares pudieran pagar el rescate. Como ella es el único vínculo que quedó en la zona, ahora la someten por dos frentes: le exigen el piso y, además, la instigan para que pague la cuota por la “liberación” de su pariente. Es por eso que Elvira tiene que irse de su tierra, porque, la cito: aquí ya no se puede vivir así, si me voy es porque ya no se puede…