Espejismos regios

por Jorge Castillo

carne

El reto de la carne asada más grande del mundo realizada en Monterrey, Nuevo León, México, el pasado domingo 18 de agosto de 2013, ratificó la virtual influencia de una élite regional de gobierno y empresarial -de asociación transnacional- que promovió un redituable macronegocio de fin de semana, justificado en una práctica alimenticia pseudoregionalista de celebración de «nuestra identidad local». Pero también, y primordialmente, este evento certificó la casi imperceptible supremacía ideológica de todo un sistema económico, político y cultural de alcance mundial. Predominio de un sistema global que se expresó a través de un acto monumental de consumo de carne, parecido a los que han sucedido anteriormente en diversos lugares del planeta [como los similares records de asados de carne implantados en las Filipinas, la Argentina, el Uruguay, Australia y en Hermosillo, Sonora, México].

La megacarneasada se trató de la celebración de un sistema político global que promueve y patrocina una añeja, pero muy efectiva, fórmula de control social que complementa el pan [relleno de carne] con el circo [de conciertos]. Receta que ya se ha consolidado como programa permanente de gobierno, que se ha instaurado como la única «política pública» imaginable, factible y de «sello distintivo» para quienes detentan el poder, acorde con sus muy limitadas perspectivas y horizontes como representantes populares. Se trata de la burda política de lo simple, fácil y rápido. Sistema de jerarquías que refrenda, una y otra vez, la expectativa que el gobernante tiene sobre el ciudadano, al que concibe como un beneficiario agradecido y dispuesto siempre a lo que el poder le da; lo cual, reafirma en los hechos, el carácter que el mismo ciudadano debe poseer: ser subordinado, expectante, pasivo y por tanto, manipulable [a lo que también el ciudadano le saca provecho, aunque con efecto perecedero].

Se trató también del festejo de un sistema económico global que basado en la máxima y más rápida ganancia, monta megafestines donde el platillo principal por devorar, en el frenesí comercial, es el mismo comensal, quien es atraído con el olor a carne asada. Carne producida gracias a una de las industrias más depredatorias y contaminantes del medio ambiente a nivel planetario, y cuyos únicos límites lo establece el mismo ritmo digestivo [mejorado] de las reses.

Se festejó así, el logro de un sistema económico mundial que de forma indistinta consume por igual recursos naturales y consumidores; cuyo proyecto civilizatorio de progreso se fue desvirtuando a tal grado que se redujo a la simple y seductora idea del enriquecimiento. Se trató pues de la celebración de un sistema que al crear necesidades y definir gustos, también moldea sociedades e identidades, el cual, aprovechando esta vital necesidad humana [la de configurar identidad], acompaña a esos profundos sentidos psicosociales de adscripción, pertenencia o membrecía con proyecciones adictivas de posesión y consumo materiales.

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Se trató, en este sentido, del envolvente éxito de un sistema cultural [de tradición occidental] que simbólicamente continúa implantando la idea del progreso económico -del individuo, de la familia, del rancho, del pueblo y hasta de una ciudad- a través de uno de sus íconos culturales más apetitosos: un jugoso trozo de carne roja. La megacarneasada fue una expresión más de esa reiterada lógica capitalista que de forma hábil asocia imágenes e ideas acerca del progreso y del bienestar [el del ascenso social y económico  (el de la riqueza monetaria)], con los deleites que provee el consumo, pero con la imperiosa necesidad [atávica] de exhibir éste último como la fachada misma del éxito social que implicaría la mera obtención de todos ellos.

No nos conformamos pues, con el sólo acceso al consumo de la carne, ya que el progreso y el bienestar como tales no nos son suficientes, sino que su alcance, el hecho mismo de su obtención a través del consumo [sean cortes de carne caros o baratos (producto original o «pirata»)], acorde con la posición o estatus que eso nos representa, debemos ostentarlos. Impronta que este sistema canaliza a través de otro complemento cultural: la competencia. Sólo así entonces, sabremos quién produce, prepara y/o consume más carne que todos los demás -individuos, familias, ranchos, pueblos, ciudades-, sabremos pues quién es el mejor, quien sobresale o está por encima de todos los demás; lo que en términos «regios», y específicamente entre los vatos podría traducirse en esa velada competencia: «vamos a ver quién es ‘el bueno’ para asar la carne».

Así pues, y en el tono que impuso la frívola ostentación de un banquete desmedido, nos fue posible demostrar la privilegiada posición que los «regios» exitosos -como los gobernantes, empresarios, clases medias y séquito de wanabes de todas las condiciones y rincones- deseamos ganar por encima de todos los demás, con la esperanza de alzar el trofeo del primer lugar en el concurso de lo que sea, pues simplemente buscamos ser los mejores, los más grandes, los absolutos amos y dueños del universo o aunque sea de algo, trátese del campeonato más trascendental o del más trivial -siempre que sea avalado, claro está, por toda una institución de proyección mundial: como el Guinness World Records-. ¿De esa proporcional caída es nuestra verdadera derrota, eso es lo único que alcanzamos a ver en el panorama de nuestros áridos llanos y angostas hondonadas de significados?

Fue de lo que se trató esta carnotota: de sobresalir, de distinguirse, de destacar, de figurar, vaya, de ganar y ser exitosos en lo que sea; es lo que muy en el fondo este sistema cultural-comercial nos hace desear y perseguir, por medio precisamente, y no por inocente casualidad, del consumo no gratuito de carne y de entretenimiento [competitivo].

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Ese finalmente es el sentido congregador o de supuesta identidad que eventos como la megacarneasada promueven: protagonizar y/o presenciar -gracias a nuestro poder adquisitivo- en medio de un agradable momento de entretenimiento, el reto de figurar como superiores o mejores a todos los demás, en este caso nosotros los «regios» ante «el mundo». Lo que en Monterrey celebramos fue nuestra supuesta capacidad de alcanzar el éxito competitivo con sólo comprar un paquete de promoción, los cuales son los códigos culturales básicos del sistema hegemónico capitalista que están muy lejos de cualquier signo distintivo o tradicional, característicamente localista y regionalista del «regio» o del nuevoleonés ¿o están más cerca de lo que creemos?

Códigos culturales contemporáneos que no son tan ajenos de aquel antiguo sentido de usufructo y aprovechamiento del desierto, de ese vasto territorio [infecundo y baldío] que conquistamos al vencer [eliminar] al indio bárbaro -ese nómada salvaje que alguna vez consideramos como nuestro más formidable enemigo-, y en cuyo despojo y exterminio obtuvimos nuestra primera victoria. Antecedentes de invasión y dominio que dieron forma a nuestra posterior hazaña de haber construido la capital industrial del país, en donde los emprendedores «hicimos florecer el desierto». Signos añejos de conquista, victoria y hazaña -hoy nombrados éxito y triunfo-, que ahora vinculamos íntimamente con esa otra necesidad humana de ocio [diversión], el cual hemos enaltecido como nuestra máxima forma de recompensa -de usufructo y provecho- pues hoy día gastamos [disfrutamos] en ello los ahorros que con tanto esfuerzo y dedicación acumulamos por muchos años. Códigos que sin embargo, si han sido lo suficientemente influyentes como para redefinir -con diferentes sentidos y combinaciones en diferentes momentos históricos- nuestra visión y percepción como sociedad local ¿o tal vez me equivoco?

Este pretensioso récord adornado de «traje regional» (Made in Monterrey), es un claro ejemplo de eso que equivocadamente algunos afirman: «cuando lo local se desborda hacia lo global», aplicable sólo cuando se trata de los lugares que detentan las posiciones centrales de ese poder global, pero cuyo sentido es directamente inverso para los lugares que constituyen las periferias del mismo, esas periferias por siempre conquistadas [material y simbólicamente] y de las que nosotros formamos parte. Si no fuera así, entonces dónde quedaría ese sueño regio que por ya muchos años las elites locales se han empeñado en construir para seducirnos, mediante un probado proceso de molido y batido de todos los diversos sectores socioculturales de inmigrantes que desde siempre hemos conformado a la sociedad local y regional, para después, una vez mezclados, ser vaciados dentro de un molde a imagen y semejanza del moderno modelo sociocultural de Estado-nación del omnipresente vecino del norte.

En sentido estricto, la megacarneasada no fue la celebración de un platillo «tradicional» de Monterrey o de la identidad del «regio» hacia el mundo, fue la celebración del modelo cultural global [estadounidense] expresado sobre un espacio local de la periferia, uno más de tantos festejos del poder hegemónico, fue una celebración de la denominada, atinadamente, aldea global. Fue la celebración del mundo del progreso [el del enriquecimiento, el de la acumulación], de la competencia y el éxito [por sí mismos y basados en:] el mundo del consumo ilimitado y de la banal y descomunal ostentación de todos ellos en su forma de entretenimiento [diversión].

Un evento que también evocó en la gente la celebración de la abundancia, pero en un sentido diferente de la antigua y tradicional devoción festiva de los ciclos de renovación natural y agrícola, pues en este mundo urbano -el de la mundialización- adquirió un cariz distinto dada la distancia ideológica que le imprimió al evento su inherente vanagloria secular. Modelo arquetípico de veneración de la abundancia que, como parte de nuestra herencia cultural, no ha desaparecido del todo -pues sin ninguna prístina pureza aún sigue vigente no muy lejos de las ciudades-, pero que en ciertos casos se torna más borrosa y adopta la forma de festejos paganos del progreso y del éxito monetarios, a razón de su simple y petulante promoción «magnificente» en el escaparate internacional.

Más allá de si a la gente le importó de forma crítica o no que se realizara la megacarneasada -con los particulares intereses de empresa y de gobierno [de control social y promoción turística] involucrados-, lo que éste «magno» evento también representó en esa centenaria, sutil y decisiva guerra entre los símbolos hegemónicos y los marginales [que son conquistados o que resisten], fue la reiterada legitimación de un particular pero envolvente sistema de poder político y económico en el que todos participamos y donde nuestras particularidades como individuos, grupos sociales y culturales son diluidas y amalgamadas para ser estandarizadas, empacadas, etiquetadas y vendidas como marcas registradas.

Fiesta de la carne asada «regia» a la cual fuimos invitados -por el Gobernador- para homenajear los retazos de una pseudoidentidad local y regional que muy en el fondo sabemos no es nuestra: esa supuesta particularidad social y cultural de los «regios», quienes al parecer, ahora nos distinguimos de otros mexicanos y del mundo porque sólo comemos carne asada [HEB, Certified Angus Beef], tomamos cerveza [Bud Light o Heineken] y que, no se nos olvide, también somos fanáticos del fútbol. ¿Acaso en verdad se trata de nuestra nueva marca registrada, de nuestro más reciente y brillante sello de origen, el cual volvimos a comprar ése fin de semana?

Una nueva identidad «regia» claramente definida por intereses comerciales ya no muy locales, los cuales curiosamente, han hecho a un lado a esa asoleada y decolorada identidad «regia» asociada al trabajo arduo, al empeño y tesón que dieron forma a aquella reinera, pero hoy vetusta y simbólicamente relegada, sociedad industrial. Ahora son el consumo, la diversión y el éxito competitivos las líneas que dibujan el contorno [artificioso] del nuevo «regio» [promedio]; el consumidor-aficionado competitivo y triunfador que se proyecta a sí mismo dentro del escaparate del entretenimiento que ofrece el espectáculo deportivo [y de récord mundial], para ovacionar fielmente a sus equipos locales y vestir sus colores con apasionado orgullo.

Ahora sí se trata del «regio» globalizado, y ya no más aquella vieja identidad del «regio» [que también fue artificiosa], ese «regio» del rancho grande de ejemplar austeridad entregado al trabajo y fidelidad a su empresa, al ahorro y la familia. Tal pareciera que ahora esperamos, con más ansias que antes, que suene el silbato de salida para mudarnos de camiseta, nos quitamos la sucia y percudida camisola del jale y nos enfundamos, con energetizante gozo, la casaca de nuestro equipo de fútbol, para presenciar [vivenciar] como el jugador número 12, sus partidos, su promesa de triunfo en un ciclo ininterrumpido jornada tras jornada, temporada tras temporada.

Identidades van y vienen, acordes con los tiempos y con las facetas que van desarrollando las sociedades líquidas de la posindustria, de la posmodernidad, del capitalismo global, que sin embargo, no dejan de padecer sus defectos congénitos y dinamizadores, como los fenómenos violentos, los cuales afrontamos y a los que también nos adaptamos. Éste macro evento también fue muestra de ello. Multitudes de «regios» que se congregaron, como parte de una intermitente política gubernamental de centralización de los espacios y convivencia públicas -definida así por su añadido atractivo comercial de concentración de consumidores potenciales-, en lugares abarcables por las fuerzas de seguridad, en espacios de enorme aforo [esos de macro tamaño, también muy «nuestros»], como el Parque Fundidora, donde los aparatos de seguridad del Estado sí estuvieron en la posibilidad real de brindar la seguridad y resguardo que, en los recientes años, tanto suplicamos.

De esta manera el ciudadano [el consumidor-aficionado] quedó, tan sólo por unas cuantas horas, no sólo a merced de los oferentes sino también a la vista y control [vigilancia] del Estado. Así, afortunadamente, el impulso de consumo, la necesidad de diversión competitiva y la sensación de seguridad [tan deseados] pudieron nuevamente ir de la mano, aún en una época ya marcada por esos nuevos horrores que nos acechan.

En celebraciones como ésta, no es arriesgado decir que la enorme mayoría de los «regios» pretendemos ostentar todo eso que ya no poseemos o que ni siquiera tuvimos -¿progreso / riqueza / éxito / poder adquisitivo / abundancia / bienestar / seguridad / tradición?-, que probablemente ya no obtendremos y que tal vez nunca fue nuestro -aunque lo hayamos creído o sigamos creyendo-.

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En la celebración obscena del exceso, disfrazada de bendecida abundancia, evidenciamos de forma inversa, una vida cotidiana definida por una realidad marcada por la reducción de nuestros derechos laborales y sociales, por jornadas extenuantes de trabajo, por el desempleo y precariedad reales disfrazados de subempleo o de trabajo por cuenta propia, por la depreciación del salario y la consecuente disminución de nuestro poder adquisitivo, que paradójicamente, limita -pero no impide- nuestro acceso a los bienes de consumo y de entretenimiento.

Vida en la que ahora también somos, en la mayoría de los casos, atónitos testigos y en no pocos más, víctimas circunstanciales y estructurales de una generalizada crisis de la convivencia e interacción sociales pautadas por la violencia. Ésta última desatada por los seres humanos mejor adaptados -furiosos, voraces, rapaces e incontrolables- al mismo sistema económico, político y cultural global que los ha incubado, llámeseles na[r]cos o gente bien de cuello blanco.

Evadimos los estragos derivados de nuestra eterna pero siempre sobrellevable crisis sociopolítica, gracias a un hedonismo «patrocinado» claramente definido, dirigido y restringido [acotado] por empresas y gobierno, que disfrutamos en la autocomplaciente satisfacción que nos proporciona el formar parte del mundo «regio», el de los ganadores. Mundo en el cual nos adulamos «en adecuada medida» a nuestros insustanciales logros, haciendo eventos magnos dentro de espacios macros.

Eventos en los que la élite empresarial local aplaude sus vínculos transnacionales pues hace años aceptó su inevitable venta [¿derrota, triunfo?] ante los poderes económicos globales, los cuales no le han arrebatado su tajada, pero si están desdibujando su histórica y vívida importancia como punto de referencia ideológica [palpable] ante nuestra sociedad regional. Sociedad periférica de la que sintomática y paulatinamente, la élite «regia» está dejando de ser avecindada.

Los «regios», tanto las elites como los de a pie, tal vez buscamos con este tipo de festejos y festines soportar nuestro aparatoso fracaso ético y moral como sociedad y como individuos, tal vez porque siempre hemos aceptado, sin tanta tribulación, que se trata de nuestra eterna condena como miembros de una sociedad [civilización] intrínseca e irremediablemente contradictoria; lo cual, y por ello mismo, nos permite adoptar actitudes llanamente codiciosas, cínicas, indiferentes, indolentes, inconmovibles y superficiales aún ante nuestra eterna y naturalizada condición  ambivalente de crisis / crecimiento.

Condición que -después de asimilar con pasmosa incredulidad o delirante júbilo [dependiendo del grado de afectación o de beneficio] según sea el caso en turno- realmente nos es muy cómoda y hasta conveniente para disfrutar de un placentero fin de semana, aunque nuestro alrededor -nuestro pequeño mundo [rincón local de la periferia global], nuestro único mundo, el real- se desmorone por los impactos de bala y las explosiones de granada -cuyos destellos y estallidos realzan, como pirotecnia, el impositivo e ignominioso festejo de la lucrativa industria transnacional de la destrucción-.

Es por esto que, quienes no podemos escapar de éste lugar periférico y necesitamos preservar nuestra comodidad diaria sin perder nuestra cordura, nos concebimos [alineamos] como miembros de una sociedad que -aunque somos y nos sabemos diferentes [en orígenes, herencias, historias personales y colectivas, ideas y condiciones de clase]- debemos, pero sobre todo, ansiamos encajar en un mismo molde [por esa avasallante necesidad humana de identidad] que nos haga un espacio en el podio de la vida. Queremos ir en una misma dirección -que nos lleve al Parque Fundidora-, pues aspiramos con todas nuestras ganas, comprar nuestro boleto de entrada para asistir a otra fiesta más del éxito «regio».

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Porque como «regios» de nacimiento o por adopción, deseamos, al igual que todos y al lado de ellos, protagonizar nuestro propio triunfo, vivenciar, compartir y ostentar -por momentos, aunque sean muy breves- nuestro personal sueño regio de ascenso económico y social, de victoria. Sueño prometido con forma de combo-promoción, en el que siempre comeremos carne asada, beberemos cerveza y, engreídos, nos divertiremos coreando campeonatos de fútbol y récords mundiales -ofendiendo a los perdedores [contrincantes ¿enemigos?]-, acompañados de otros «regios»; para formar parte de ellos, para formar parte de algo, lo que sea. Fiesta del éxito «regio» a la que sabemos, muy en el fondo -y con excepción de nuestras élites de gobierno y empresarial virtuales [ahora a distancia]-, nunca hemos sido invitados y no somos bienvenidos, por lo que intentamos acceder a ella con costos humanos muy elevados pero con pagos en cómodos plazos a meses sin intereses.

De esa manera creemos que nos han aligerado la pesada carga existencial que aceptamos llevar en nuestros hombros, pues como siempre hemos consumido [anhelado] estatus, hoy la diferencia estriba en que la balanza simbólica del sistema no sólo lo define a través de la acumulación [el enriquecimiento que el ahorro «hacía posible»] sino que ahora, tal vez con mayor énfasis que antes, se ha inclinado aún más hacia la idea de su aparente disfrute [de la satisfacción que proporciona la capacidad de consumo de una supuesta acumulación]. No se trata pues de demostrar que verdaderamente poseemos dinero, que hemos progresado, sino de exhibir que disfrutamos lo que el dinero ofrece, aunque en realidad no lo poseamos. Esta es la verdadera sustancia de nuestro éxito «regio», de nuestra identidad «local», es lo que en realidad celebramos en la megacarneasada. Pareciera entonces, que entre aparentar y simular hay un camino muy corto, y tal vez de ambos talantes se compone, en gran medida, nuestra esencia como «actores» sociales, políticos y económicos de cualquier nivel, posición o estatus.

Si de todo esto se trató la parrillada multitudinaria [donde todos proyectaríamos nuestras nada localistas expectativas de progreso y bienestar económico, de aparentar nuestro ascenso material y éxito social comiendo exquisitos pedazos de carne, en medio de un entorno seguro, tranquilo y sin preocupaciones, acompañados de la música que nos gusta, de cerveza bien fría, de convivencia familiar, y en la que también enalteceríamos nuestro récord mundial, gracias a esa «tradición e identidad» de ganadores que nos distingue y enorgullece], entonces y honestamente:

¿En verdad había algo qué reclamarle a la carne asada más grande del mundo, que no fuera sino otro más de esos espejismos «regios» que nos impulsan a seguir cruzando el inclemente desierto, los cuales en su hervor difuso, nos confunden y distraen de toda esa abundante profusión de significados y posibilidades que dan forma a su relieve de áspero e infértil aspecto, evitando así que nos percatemos y hasta haciéndonos olvidar que en sus veneros -hoy disfrazados de paseos ornamentales- siempre hemos sustentado nuestra sobrevivencia?

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