La crisis de soberanía en México

Tirso Medellín

El problema que acontece en México es un problema que supera cualquier demanda específica y, sin embargo, no puede resolverse sin la multitud de demandas específicas, particulares y concretas. El problema se sintetiza en el concepto de soberanía, un concepto que funciona de manera dicotómica en tanto conforma el horizonte de sentido del problema: por un lado, es la formulación abstracta de las causas, y, por el otro, es la formulación abstracta de un fin al que deben dirigirse los esfuerzos del pueblo; es el problema a la vez que la solución. En otras palabras, indica que la causa del problema es la carencia de soberanía, e indica la solución porque, más allá de las formas concretas, ésta debe fundarse en la reconstitución y la recuperación de la voluntad que el pueblo ha depositado en las instituciones.

Pero por sí misma la soberanía no define nada. Es abstracta y de ahí que se encuentre una y otra vez en los discursos que plantean un cambio en el sistema, una transformación del Estado y del país. ¿En los últimos años, cuántas veces no se ha pedido en México un nuevo pacto, una nueva Constitución? Ambos conceptos, el del pacto social y el de la Constitución, hacen referencia al poder y a la voluntad del pueblo como entidad que da validez y legitimidad al Estado y a las instituciones. Tanto el uno como la otra se fundamentan en la noción de que los principios que rigen una sociedad dependen de la voluntad general y de que esto es así porque es la condición para la protección de los derechos de los individuos que viven en ella. De esta manera, como señaló Rousseau, cada uno obedeciendo a los otros se obedece a sí mismo. La voluntad de cada ciudadano está expresada en el pacto social y, por tanto, su obediencia al pacto es la obediencia a su propia voluntad que ha llegado a ser común mediante el consenso.

El Estado mexicano está fundado sobre esta concepción republicana de la soberanía. Sin embargo, como hemos dicho, tal idea es abstracta si carece de una base concreta que plantee los términos en que se hace el acuerdo. Tal base comienza con la relación directa entre las personas que se reúnen. Puesto que no todos se encuentran en iguales circunstancias económicas, de salud, de fuerza física, de relaciones con los otros, etc., no todos consideran que son convenientes las mismas leyes. Para unos son convenientes las que protegen la propiedad privada en su reparto actual y para otros no es así, para unos es conveniente la marginación racial y para otros no, y así pueden seguir los desacuerdos.

Pero aún dentro de esos desacuerdos se conforman grupos con intereses comunes. Tales grupos es posible que se conjunten por la situación en que se encuentran en las relaciones de producción de esa sociedad, con lo cual aparecen como intereses de clase, sin embargo, también pueden tomar otras formas según las problemáticas sociales que viven. El hecho es que encuentran dos puntos de unidad. El primero de ellos es el de las raíces, y con ello nos referimos a todo lo que nos ha constituido como una comunidad históricamente: la lengua, la raza, la cultura, el territorio, las costumbres, las tradiciones, los gustos, etc. Rousseau dice que un pueblo es pueblo en tanto se siente como tal. Para sentirnos pueblo no basta una ley común, sino vivir experiencias comunes, hacer las cosas de modos particulares, darle sentidos específicos a los hechos, en fin, tener una historia común en el sentido profundo de esta noción. Esta comunidad natural en la que todos los individuos se encuentran desde el nacimiento es el primer principio de una nación. Quienes prevén, como Hardt y Negri, que los movimientos políticos futuros tendrán que ser los de una multitud globalizada conectada a través de las redes sociales y los medios tecnológicos, nos obligan a pensar más seriamente las diferencias que encontramos cuando recibimos a un extranjero, nos exigen que reflexionemos sobre la posición de superioridad con la que se plantan en nuestro suelo. La movilidad social, por otra parte, la migración, son procesos diferentes que también hay que analizar pero que constituyen otra problemática.

Pues bien, el sentimiento de comunidad, y no solo la conveniencia, es lo que nos impulsa a realizar un acuerdo que tiene como finalidad el bienestar de todos o una mejoría considerable respecto a las condiciones anteriores. No es un puro instinto de sobrevivencia, sino una voluntad de vivir, pero de vivir en el bienestar de la comunidad. Sabemos que Freud propinó un duro golpe a una concepción como ésta al plantear la proporcionalidad del malestar y la cultura. A mayor cultura, mayor malestar. Sin embargo, creo que es difícil aceptar como ley una teoría que surge a raíz de un contexto histórico muy particular: la de la Europa de entreguerras. ¿Sería válido trasladar la misma explicación psicológica a sociedades tan diferentes como las de los aborígenes del Amazonas, los árabes de Medio Oriente, los japoneses o los suecos? Dussel, por el contrario, propone que toda sociedad se funda en el poder, pero no el poder como dominación, sino como una especie de voluntad de vivir que se realiza en y por la comunidad. El hecho, en todo caso, es que los seres humanos construimos la comunidad y nos reunimos en torno a ella. De esto surge una voluntad integrada que toma la forma de normas que regulan la convivencia y buscan proteger la vida de todos los individuos, pero también del grupo mismo. Estas normas pueden legitimarse de diferentes maneras: por costumbres, por consenso, por imposición, etc. Lo importante es que el bienestar debe ser para todos, al menos en los términos en que esa comunidad concibe el bienestar.

Sin embargo, las sociedades experimentan procesos en los que el orden instituido nace desviado o se desvía del bienestar de todos y se convierte en el bienestar de unos cuantos. Esto sucede, en general, porque los intereses de los que poseen el poder se yuxtaponen a los intereses de los menos fuertes. La ley es, entonces, la ley de la minoría, y la sociedad queda dividida en su fundamento. Si la sociedad o la comunidad tenían una razón para la unidad, en primer lugar, por el sentimiento de pueblo y, en segundo, porque todos eran iguales desde el punto de vista de la ley o de las normas, esa razón va haciéndose cada vez más débil hasta que la voluntad general queda escindida. La unión extra-consuetudinaria y extra-emotiva expresada en las leyes, el pacto social mismo, deja de ser el momento fundacional simbólico de la unidad del pueblo a pesar de que permanezcan ─aunque muy diluidos─ los sentimientos nacionalistas de hermandad. Como señala Dussel, se debe hablar de dos momentos del pueblo, la plebs y el populus. La plebs significa “un bloque social de ‘los oprimidos’ y excluidos” (Dussel, 2008, p. 92); el populus significa la comunidad que se vuelve dominante y establece un marco institucional que es expresión de la voluntad original de las demandas transformadoras de la plebs. El pueblo se divide porque la cultura no ha podido dar sustento al marco legal del pacto y porque, en sentido inverso, el pacto legal llega a ser una fuente de diferencias entre el pueblo.

La escisión que se experimenta en la sociedad cuando la norma no corresponde a la voluntad del pueblo y, en cambio, funciona en favor de las élites económicas, políticas, burocráticas, nobiliarias o raciales, desemboca en una lucha entre los distintos grupos. Surge entonces el problema de cuál es el criterio para decidir qué es la voluntad del pueblo y cuándo la voluntad general es en realidad general. En la actualidad tal criterio es unánime, se trata del concepto de “mayoría”. La forma de considerar una mayoría varía según el régimen político y los mecanismos concretos de participación ciudadana. Sin embargo, no es momento para abordar este tema.[1] Lo importante es que la voluntad general expresada en el pacto (la Constitución) se vuelve letra muerta en la medida en que un sector de la sociedad usa la ley en beneficio de los particulares. Desaparece, pues, el punto de acuerdo y la base de la convivencia. No hay ya garantías de igualdad, de justicia, de libertad, de un trato digno, etc. En torno a esa diferencia, a la diferencia que separa entre los que en los hechos son protegidos por las leyes y el sistema y los que no, surgen grupos particulares con demandas propias. Este es el caso del EZLN, del Comité Eureka, de los movimientos obreros, ecologistas, feministas y de diversidad sexual, o de la más reciente movilización en demanda de paz.

Una vez llegados a este momento, la dificultad que surge es la de cómo conciliar y consensuar la diversidad de demandas. Una sola de ellas puede tener muy diversas motivaciones, causas, objetivos y horizontes, de manera que una demanda común puede significar soluciones distintas. Esta complejidad aumenta cuando se trata de llegar a un consenso sobre el proyecto político estratégico que reúne diversas demandas particulares. Podemos tomar un ejemplo muy reciente para ilustrar lo anterior.

La marcha por la paz con justicia y dignidad se propuso como objetivo establecer un pacto social para resolver el problema de la violencia. La finalidad general, la de resolver el problema de la violencia, es un punto de acuerdo generalizado. Todo el pueblo está de acuerdo en que es necesario emprender acciones para resolver la situación del Estado mexicano. Sin embargo, los motivos concretos que han llevado a cada uno a movilizarse pueden ser muy disímiles. Algunos piden la devolución de la persona perdida, otros piden un proceso justo, otros más que se limpie el nombre del hijo o del padre, otros que los militares sean juzgados de acuerdo a leyes civiles o que no intervengan en funciones policiales, otros exigen que acabe la corrupción y que los funcionarios públicos sean destituidos, etc. De acuerdo a la experiencia y la historia personal, cada individuo espera acciones diferentes que pueden ser englobadas en el objetivo común de acabar con la violencia, pero no necesariamente compartirán el diagnóstico conjunto que respondería a estas preguntas: ¿quiénes son los responsables de la situación actual de violencia?, ¿es el gobierno, el narcotráfico o la indiferencia social a la participación política? Según se dé más peso a unos y otros, las demandas tomarán uno o varios sentidos específicos que serán más difíciles de conciliar. Así, los que piensan que el causante de la situación en que vivimos es el gobierno, la corrupción, los intereses particulares de los gobernantes, sus ideologías políticas, el sistema de partidos, en fin, el sistema político en general, concentrará en su demanda la transformación del sistema político, ya sea violenta o no, sea revolucionaria o gradual y pacífica. Además, junto con esta demanda, puede venir asociada la convicción de que la transformación política requiere un cambio paralelo en el sistema económico. Quienes atribuyen, por otro lado, a la delincuencia organizada la principal responsabilidad de la situación que vivimos, desde la violencia generalizada hasta la pérdida particular del ser querido, integrarán una demanda que se concentre en el combate al narcotráfico. También existirá una demanda política dirigida al gobierno pero ésta no se opondrá al sistema político como tal, sino que exigirá una mayor efectividad y eficiencia en las funciones gubernamentales. Es decir, quienes apoyan tal demanda desean el buen funcionamiento del aparato, no su reestructuración. Un ejemplo de estas posiciones fue el movimiento encabezado por Martí o las múltiples marchas por la paz, algunas de ellas organizadas desde el gobierno. Por último, hay quienes consideran que la causa de esta situación no es el gobierno solamente, ni tampoco solo el narcotráfico o la delincuencia organizada. Hay una causa más profunda que incluye a aquellas: se trata del pueblo. La situación en la que vivimos sólo es causada en parte por el gobierno y la delincuencia, pero la causa profunda es que el pueblo, los ciudadanos, han permitido al gobierno y a los delincuentes apoderarse de la institución del Estado y de los espacios públicos. Esto ha sucedido por la inacción del pueblo, por el conformismo, por la apetencia de comodidad, por la indiferencia, por la ignorancia, etc. El pueblo es el responsable porque no ha exigido que el gobierno haga cumplir los términos del pacto, no ha exigido, como dice el EZLN, que los representantes del pueblo “manden obedeciendo”. Esta tercera posición puede asociarse con las anteriores, pero va más allá de ellas. No plantea una guerra contra la delincuencia organizada, como lo hacen las posturas más conservadoras; tampoco plantea la transformación sin perspectiva, como las que caracterizan a los grupos más radicales, cuyo ejemplo paradigmático son los movimientos anarquistas. Esta posición plantea la necesidad de que el pueblo recupere la voluntad que ha perdido y la use para reconstruir un Estado que ha mostrado ser disfuncional.

Se observa, pues, que lo que era punto de encuentro de la población termina siendo punto de disenso. No todos están de acuerdo en la forma de resolver el problema porque no todos están de acuerdo en cuál es la fuente del problema. Sin embargo, al menos han aparecido algunas luces que nos permiten comprender la cuestión.

El primer alto en el camino es el de la posibilidad del consenso, la posibilidad del pacto y de su expresión. En la sociedad mexicana esta posibilidad se enfrenta con el problema de la factibilidad. No es posible que el pacto se realice escuchando la opinión de todos los ciudadanos y sometiendo a voto directo los contenidos definidos en él. En un primer momento es necesario el diálogo de todos con todos, el intercambio de opiniones, la construcción de mecanismos de información, comunicación, retroalimentación, etc. Pero este diálogo no se puede extender indefinidamente, sino que tiene que resolverse en acuerdos. Entonces se forman grupos donde predomina una opinión más o menos unificada y donde se delega la voz en una o varias personas. Para que tales grupos sean en realidad efectivos no pueden limitarse al intercambio de opiniones, pues de ello no resulta una agrupación, sino que tienen que establecerse objetivos, metas, intereses y acciones comunes que le den forma y contenido a lo que en un primer momento pertenecía a la subjetividad de cada individuo en relación con la sociedad (sus necesidades “sentidas”, sus deseos, su apreciación de ciertos valores, etc.). En el grupo esos contenidos subjetivos relativos a la sociedad adquieren objetividad en la medida en que se convierten en acciones y demandas colectivas que constituyen una identidad desde la cual la voz y la expresión adquieren fuerza y peso político. Una sociedad democrática dependerá de la capacidad que esos grupos tengan para participar en las decisiones de los poderes del Estado y en sus diversas instituciones. La participación puede ser directa (los referendos, la revocación del mandato, los jurados civiles, las candidaturas ciudadanas, etc.) o indirecta (el sistema electoral vigente, las cámaras integradas por representantes, la presión mediática, etc.) pero siempre supone vías para que el aparato estatal y los gobernantes estén obligados a escuchar y cumplir las demandas del pueblo.

Sin embargo, en este camino de la democracia participativa se distienden muchos nudos que entrelazan a la ciudadanía con el gobierno, con lo cual nos acercamos de nuevo al problema de inicio. El primer alto era, como dijimos, la posibilidad del consenso. Esta posibilidad la creamos cuando intentamos establecer los principios de nuestra convivencia en comunidad, cuando cada individuo deposita su voluntad en una ley común o expresa su voluntad a través de demandas específicas. El segundo alto es la condición de ese consenso. Esta condición es el hecho de compartir una cultura que nos hace sentirnos un pueblo. La voluntad para el consenso surge de este segundo punto.

A mi parecer, la fractura que encontramos en México se encuentra en estas dos bases de la constitución del Estado, en la soberanía que expresa demandas concretas y en la condición de pueblo. En efecto, México vive una crisis de soberanía puesto que las leyes que expresaban la voluntad del pueblo han dejado de hacerlo, por un lado, porque no se respetan los principios del pacto original en la vida concreta de los individuos y, por otro lado, porque no incorpora nuevas demandas que responden a los cambios históricos de la sociedad mexicana.

En México los principios del pacto original son violados cuando los principios expresados en la Constitución de 1917 se convierten en una ideología que sirve para mantener el orden existente. Así sucedió con la ideología priista que reivindicaba los principios de la Revolución como medio de dominación y encubrimiento de las verdaderas prácticas partidistas. En el discurso de los políticos del PRI se afirmaba la libertad de expresión, pero en la realidad se procuraba la represión. Otra forma de violación del pacto en las últimas décadas, han sido las acciones neoliberales que van contra los principios contenidos en la Constitución Mexicana: formas encubiertas del reparto de la riqueza nacional (art. 27°), pretensiones de privatización de la educación superior y la no gratuidad de la educación pública (art. 3°), etc.

Pero también se viola la soberanía nacional cuando las demandas del pueblo como expresiones de la voluntad general se vuelven inefectivas. En primer lugar, ello sucede porque los representantes en el orden político existente no representan a la población y no actúan conforme a las necesidades y las demandas de ésta, sino que actúan según su propia voluntad particular, sus intereses económicos y políticos, o sus compromisos partidistas y personales. En segundo lugar, sucede porque las instituciones públicas y los funcionarios son ineficaces, ineficientes y corruptos  o porque están regidos por ideologías que impiden que las instituciones se orienten al bienestar general. Pero aún más grave que lo anterior es la incapacidad de la ciudadanía para obligar a los representantes a cumplir las leyes fundadoras de nuestra sociedad,  así como las demandas y necesidades que han surgido históricamente a nivel nacional y global. En esta incapacidad se encuentra la principal causa del vacío de soberanía en nuestro país: la impotencia para hacer respetar el pacto original y la impotencia para que sea renovado desde la voz del pueblo y en beneficio del pueblo como causas de la crisis de soberanía.

Esta circunstancia nos permite orientarnos hacia la otra condición de la soberanía nacional y analizar las causas de la falta de una unidad del pueblo que sea fuente de soberanía. La primera consiste, según se dijo, en la posibilidad de expresar demandas comunes. La otra es el sentimiento de comunidad, la sensación de pueblo. La primera condición se enfrenta con varios problemas que podemos distinguir entre los impedimentos provenientes de los funcionarios, los políticos y las instituciones, y los impedimentos originados en el pueblo. Ahora bien, la imposibilidad del pueblo para hacer valer su voluntad general y sus demandas concretas trasciende la cuestión meramente política y obliga a que consideremos otras dimensiones y otros campos distintos al político.

Como se mencionó al principio, la constitución de los Estados modernos parte de la premisa de que la soberanía yace en el pueblo. Por ello, todo gobernante tiene que tomar en consideración la voluntad general para administrar, dirigir y gobernar el país. Hay, no obstante, un amplio rango de posibilidades en el que el gobierno posee libertad de acción ─que Locke llama prerrogativas─ y que tienen la finalidad de hacer más eficiente y eficaz la administración de los bienes públicos. Por esta razón los sistemas políticos pueden distinguirse por el grado y la forma de participación de los ciudadanos: un régimen republicano en sentido clásico supone una participación más directa, el liberalismo supone la participación a través de representantes con amplias libertades, el socialismo implicaba la participación a través de un partido centralizado, el fascismo anulaba la participación ciudadana real y la limitaba a un órgano del Estado, etc. El grado de participación es determinado, sin embargo, no extrínseca sino intrínsecamente. Esto quiere decir que la forma de participación no está determinada de manera única por la Constitución, sino por las circunstancias particulares históricas y geográficas, por la cultura, por los conflictos históricos (por ejemplo, la voluntad de mantener el orden que marca la tendencia hacia el fortalecimiento del poder ejecutivo, o viceversa), por las condiciones socioeconómicas, la desigualdad, etc. Si considerando esto nos preguntamos ¿cuál es la razón de que en México sea tan débil el poder de la voluntad general?, ¿por qué es tan limitada la participación ciudadana?, volvemos al planteamiento señalado antes acerca del problema de la violencia en el país, a saber, el de la responsabilidad de los mexicanos sobre ella.

Hagamos brevemente un acercamiento al análisis cultural, pues éste nos revela la raíz del problema a la vez que la principal causa por la cual las demandas ciudadanas no se hacen efectivas y los pactos no son respetados. Digamos de una vez que la condición de inefectividad de las demandas y de los movimientos en México se debe en general a las características culturales del pueblo. Algunos rasgos culturales que impiden la existencia de una soberanía sólida son las siguientes, aunque de ninguna manera son todos.

En toda sociedad las religiones conforman una parte importante de la concepción del mundo y de las prácticas de los individuos y grupos. Dependiendo de la cosmogonía religiosa y de la relación que los hombres tengan con su Dios, se conforman ciertos modos de actuar, de expresarse, de relacionarse con los otros, aparecen ciertos símbolos, rituales y jerarquías. En general, se construye un orden social específico y patrones particulares en la manera de actuar de las personas. Esto quedó muy claro cuando Max Weber hizo su análisis sobre la importancia de la ética protestante en los rasgos generales del capitalismo. Weber demostró que, debido a la concepción religiosa del protestantismo, surgieron modos de actuar y de relacionarse en las comunidades que permitieron el fortalecimiento de las relaciones y formas de producción capitalistas. A partir de esos análisis apareció la inquietud acerca de lo que sucedió en sociedades con religiones distintas. El judaísmo en la Europa continental experimentó un fenómeno semejante al del protestantismo. A fines del siglo XV, los judíos fueron expulsados de España y un siglo después de Portugal. En ese proceso de migración o de conversión a la fe cristiana, adoptaron nuevos modos de vivir la religiosidad. En lugar de una fe y unos rituales vividos en comunidad, se vieron obligados a adoptar estrategias para ocultar sus creencias y sus raíces. Esto los llevó a concentrar las bases del judaísmo en el individuo, en la vivencia íntima de la religiosidad, en el trabajo de la vida cotidiana, en la libertad interior de la conciencia y otras convicciones que, al igual que las protestantes, impulsaron el desarrollo de las sociedades capitalistas modernas.

El catolicismo tuvo una influencia muy distinta por las características de su fe. La creencia en los símbolos religiosos, la esperanza en la salvación mediante el bautizo, la dependencia de la Iglesia Católica, etc., todo ello contribuyó en gran medida a la falta de autonomía individual, al debilitamiento de la responsabilidad sobre los actos, a la ausencia de valor del trabajo como medio de realización, entre otras muchas características. Como lo han demostrado algunos estudios comparativos entre comunidades con raíces judías o protestantes y católico-cristianas en México, las primeras han experimentado un mayor desarrollo en términos productivos. En general, México es un país mayoritariamente católico que espera la salvación más allá de los esfuerzos individuales o comunitarios, es decir, una salvación que viene desde fuera como compensación al sufrimiento que se vive, en lugar de una salvación que es generada en la vida misma de cada individuo y en la comunión de los actos de cada uno con los de los otros. Por otro lado, México es un país con una multiplicidad de creencias religiosas de naciones y culturas originarias que han tenido que vivir en el ocultamiento de su fe y de su mundo religioso. Algunos de esos pueblos conservan, por un lado, algunas creencias y prácticas ancestrales, pero por otro lado han adoptado los principales elementos del catolicismo. Éstas son, probablemente, unas de las razones por las que el pueblo mexicano se ha mostrado incapaz no sólo de resolver los grandes problemas que ha enfrentado en la historia, sino que además continúa generando condiciones críticas para la vida en sociedad.

En consecuencia, podemos considerar como hipótesis que desde los aspectos culturales de la religiosidad, el pueblo de México contiene una fractura que no ha logrado cerrar y que lo pone en la situación de vivir en la ignorancia de la comunidad, como hace poco expresó muy bien Julián Lebarón. Esta ignorancia o incapacidad de vida en comunidad socaba las bases de la sociedad de derecho, de las leyes y, por tanto, de la voluntad general. Lo común queda en el mexicano como una cubierta emocional, pero sin fuerza ética y productiva para construir o reconstruir un Estado.

Una segunda característica cultural que es determinante en la conformación del pueblo mexicano proviene de la asimilación del sistema económica capitalista. La importancia que tienen los factores externos en esta característica es más notoria que en el caso de la religiosidad. Así, por ejemplo, los factores geopolíticos (como la cercanía con los Estados Unidos), la composición demográfica o la distribución de la riqueza, tienen un papel esencial. Por ello, vale la pena mencionar algunos datos sociodemográficos y geopolíticos.

México posee un lugar privilegiado por su riqueza de recursos naturales, lo cual le ha permitido tener una de las mayores economías del mundo. En el 2010 México descendió al doceavo puesto por su Producto Interno Bruto, el cual fue en el 2009 de $876,343.4 millones de dólares, sólo detrás de Estados Unidos y Brasil en el continente. Sin embargo, esta capacidad productiva no se ha reflejado históricamente en el bienestar de las personas. En el 2008  el 44.2% de los mexicanos se encontraba en condiciones de pobreza multidimensional, el 77.2% sufría de al menos una carencia social (educación, servicios de salud, seguridad social, vivienda, servicios y alimentación) y el 48.7% poseía una ingreso menor a la línea de bienestar. Por otro lado, desde el 2002 México es uno de los países en América Latina en el que menos ha disminuido la pobreza, con apenas -4.6 puntos porcentuales, y los progresos en la disminución de la desigualdad han sido menos significativos en comparación con otros países. En nuestro país, el decil más rico percibe el 40.3% de los ingresos, mientras que el decil más pobre percibe el 1.2% de los ingresos. Esta desigualdad se reproduce además geográficamente dentro de la federación: los estados con mayor pobreza patrimonial son Chiapas (75.7%), Guerrero (70.2%), Oaxaca (68%), Tabasco (59.4%) y Veracruz (59.3%), mientras los estados con menor pobreza son Baja California (9.2%), Baja California Sur (23.5%), Nuevo León (27.5%), Distrito Federal (31.8%) y Chihuahua (34.2%). Es notorio que los estados más pobres se localizan en el sur y que, salvo Tabasco, son los que poseen una mayor población indígena. En cambio, las entidades con menor pobreza se encuentran en el norte y en el centro. Sin embargo, a pesar de la desigualdad, México es considerado un país con una extensa clase media y, según el Banco Mundial, con un ingreso medio alto.

¿Qué nos dice esto? Estos datos no nos pueden indicar nada concreto respecto a la cuestión de la soberanía. No obstante, pueden resultar significativos si se los considera a la luz de algunas hipótesis. La primera de ellas es que los movimientos por la transformación de un Estado o de un sistema difícilmente provendrán de la clase media y, al contrario, la clase media se ocupará junto con la clase alta, de reprimirlos. A este respecto me parece necesario leer una larga cita de La democracia en América:

Los hombres de las democracias no sólo no desean naturalmente las revoluciones, sino que las temen. No hay revolución que no amenace a la propiedad privada. La mayor parte de los que habitan los países democráticos son propietarios, y viven en la condición en la que los hombres dan más valor a su riqueza.

Si se consideran con atención todas las clases que componen la sociedad, se observará que en ninguna provoca la propiedad pasiones más tenaces y severas que en la clase media.

Por lo común los pobres no se fijan en lo que poseen, pues sufren mucho más por lo que les falta de lo que gozan con lo poco que tienen. Los ricos, fuera de las riquezas, tienen muchas pasiones que satisfacer y, además, el largo y penoso uso de una gran fortuna acaba algunas veces por hacerlos como insensibles a sus satisfacciones.

Pero los que viven con una comodidad distante igualmente de la opulencia y de la miseria, dan a sus bienes un valor inmenso. Como no se hayan muy lejos de la pobreza, ven inmediatamente sus rigores y los temen; entre esta y ellos no hay sino un pequeño patrimonio en el que fijan sus temores y sus esperanzas. Cada día se interesan más en él por las constantes inquietudes que les causa y por los esfuerzos continuos que realizan para aumentarlo. Así es que la idea de ceder una pequeñísima parte les resulta insoportable, siendo el número de estos pequeños propietarios, ardientes e inquietos, el que la igualdad de condiciones aumenta sin cesar.

Por eso, en las sociedades democráticas, la mayoría de los ciudadanos no ve claramente lo que puede ganar en una revolución, y sabe muy bien lo que puede perder.

Dije en otro lugar de esta obra, de qué manera la igualdad de condiciones impelía naturalmente a los hombres hacia la industria y el comercio y cómo ella acrecentaba y diversificaba los bienes raíces; hice ver igualmente por qué inspiraba a cada hombre un deseo constante y vehemente de aumentar su bienestar. Nada hay más contrario a las pasiones revolucionarias que todas estas cosas.

[…]

Tampoco encuentro nada más opuesto a las costumbres revolucionarias, que las costumbres comerciales…

A medida que los bienes muebles varían y se multiplican, y que crece el número de los que los poseen, los pueblos se hallan menos dispuestos a hacer revoluciones. (Tocqueville, pp. 586-587)

En efecto, las condiciones económicas de México no permiten la formación de movimientos unificados surgidos desde el pueblo que conduzcan a la transformación del pacto social en función de demandas contrahegemónicas. Como señala Tocqueville, la clase media o la clase comerciante ─que en México constituye una pequeña mayoría, pero al fin una mayoría─, no está dispuesta a perder su status de clase media a favor de la posibilidad de una sociedad más justa, por más que el estándar de bienestar sea cada vez más bajo. Los bienes que es posible adquirir mediante un ingreso económico medio son suficientes para los estándares de bienestar de la sociedad mexicana. Estos estándares no consisten, al parecer (a reserva de que se haga un estudio sociológico de la opinión de los mexicanos al respecto), en el acceso a la seguridad social, salud, casa, vivienda, etc., sino en otro tipo de consumo. Me refiero a lo que Thorstein Veblen llamó, “consumo ostensible” y que no es propiamente la satisfacción de una necesidad, sino la satisfacción de una apariencia, a saber, la de la opulencia y el honor. Es lo que de otra manera se ha denominado “necesidad creada”, concepto proveniente desde Rousseau, y que explica en parte el proceso de alienación de la cultura.

Pero esta característica, que podríamos llamar circunstancial, de la sociedad mexicana, no se debe solamente a la existencia de una clase media extensa. Al contrario, este hecho toma significación en el contexto específico de un sistema económico particular. Sin duda, el capitalismo ha sido la base para que los valores tradicionales de la comunidad y de las tradiciones fueran sustituidos o transformados. En realidad, los valores con que emergió la ilustración fueron poco a poco distorsionándose a través de los intereses económicos y de clase. Así, el individuo, el trabajo, la producción, la razón, se convirtieron en el individualismo (con los adjetivos que se le quieran agregar: hedonista, egoísta, etc.), el trabajo como fin, la explotación, la instrumentalización, el consumismo, etc.

A ello se debe agregar que México es el vecino del Estado que se ha constituido en el centro del sistema económico mundial, y que su influencia no sólo se limita a una gran presión sobre el mercado y el modelo económico mexicano, sino que también se extiende a la cultura. Bajo el modelo estadounidense, la cultura mexicana, sobre todo la de los estados del norte, ha adoptado el capitalismo. Sobre todo en esta zona, el nivel de bienestar y la vecindada son especialmente favorables para la adopción de ese estilo cultural y para tomarlo como patrón. Sin intención de simplificar la complejidad de las culturas norteamericana y mexicana, como marco de lo que acontece en una buena parte de México podemos considerar la exposición teórica formulada por Marcuse acerca de la sociedad unidimensional.

Según este autor, las sociedades capitalistas de los países más desarrollados se han convertido en unidimensionales. Esto significa varias cosas, pero entre ellas supone que la sociedad carece de la fuerza para la movilización y la lucha debido a la democratización de la política y a la generalización de las oportunidades para el consumo. Esto mismo parece haber sucedido en México, pero sobre todo en los estados con menor pobreza. Al hecho ya mencionado de que la clase media no desea arriesgar el mayor o menor grado de bienestar que posee, además hay que agregar el hecho de que cree que verdaderamente posee un nivel de bienestar aceptable: cree que elige a los gobernantes porque tiene el derecho al voto, y cree que su bienestar es real o justo porque tiene la posibilidad de consumir lo que los demás consumen. En otras palabras, cree en la sociedad en la que vive, piensa que es la sociedad buena. Sin embargo, de esa creencia no resulta una soberanía, porque su voluntad no tiene ninguna fuerza específica generada a partir de la organización ciudadana. Se trata, como diría Rousseau, de una “voluntad de todos” que consiste en la suma de la voluntad particular, y no de una “voluntad general” que consiste en la voluntad que nace de la unidad de una praxis. La mayoría está de acuerdo en su nivel de bienestar, no porque lo han construido, sino porque no quieren perder el honor o la satisfacción particular que a cada uno confiere. El pueblo que en México coincide como mayoría, no es el de la voluntad general, sino el de temor generalizado a perder lo poco que se tiene. De aquí, en parte, la dificultad para establecer un movimiento hegemónico por la transformación.

Las ideas neoliberales encuentran en este contexto un terreno fértil y fortalecen las concepciones conservadoras de la sociedad. Para el neoliberalismo, el ideal de una sociedad mejor no sólo es una utopía, sino que es una ilusión. El pensamiento utópico queda fuera de la mentalidad liberal, pues ésta considera que una sociedad mejor sólo puede existir bajo los principios del sistema económico capitalista y del sistema político liberal. Todo progreso tiene que ser adecuado a las formas propias del sistema imperante. Por ejemplo, mayor producción, avances tecnológicos, mayor tolerancia, más consumo, etc. Además, el progreso de la sociedad es gradual y no tiene un sentido definido, lo cual significa que no puede ser modificado por grandes acciones sociales, pero sí por pequeñas o medianas acciones que el sistema va acomodando de acuerdo al funcionamiento y a la estructura del mismo. Por ejemplo, la abolición de la esclavitud y la igualdad de razas en el marco institucional. Para el neoliberal, la esclavitud y el racismo carecen de una dimensión histórica, pues en el momento en el que se prohíben en el marco legal, desaparece la desigualdad que arrastran desde el pasado y que siguen llevando hacia el futuro. La justicia en esta concepción parte, por decirlo, de una tabula rasa que hace abstracción de las condiciones previas y de las injusticias pasadas. En términos jurídicos, podríamos decir que en las teorías liberales de la justicia los hechos histórico-sociales de injusticia prescriben.

¿A qué nos lleva todo esto? A que en México hay una escasa conciencia utópica que nos permita plantearnos un ideal de lo que queremos ser a partir de las situaciones concretas de crisis que hemos vivido o vivimos como pueblo. Lo pasado está en el pasado y el futuro en el futuro. Entretanto ─parecemos pensar los mexicanos─, es mejor dedicarnos a disfrutar de los escasos a la vez que jugosos bienes que, por un lado, el azar nos ha proveído y, por otro, que los momentos históricos constitutivos de nuestra sociedad nos han heredado. Este pensamiento profundamente conservador y de gran afinidad con el sistema imperante, nos impide ser conscientes como mayoría de la necesidad de una transformación profunda que emane de nosotros mismos.

No se debe pasar por alto una tercera causa. En México, el nivel de educación ha disminuido en los últimos años y seguramente en las últimas décadas, a pesar de que la educación básica ya casi cubre el total de la población. Este es otro elemento que abona la carencia de movimientos que trasciendan las coyunturas particulares y nos permitan refundar el Estado.

Hay dos condiciones principales para los movimientos contrahegemónicos. La primera de ellas es la existencia de una posición insostenible, es decir, la vivencia de una situación que nos lleva a pensar “no tengo ya nada que perder” y que puede llevar a un pueblo a luchar por la dignidad, la libertad y la justicia que le ha sido arrebatada. Estas demandas casi siempre surgen de problemas muy concretos que son la satisfacción de algunas necesidades básicas, como el trabajo, el pago justo, etc. Así ocurrió recientemente en Medio Oriente. La condición insostenible llevó a una persona a decidir inmolarse y este acto simbólico funcionó como un llamado que penetró en la conciencia del pueblo. La conciencia de que no había nada que perder se tornó acción. Esta posición era insostenible a tal grado, que el suicidio funcionó como espejo de la vida. No es un suicida que se enfrenta a una vida absurda y sin sentido, como pensaba Camus, es un suicida que decide expresar con su muerte la realidad de la vida y con ello indica el sentido que le han robado a la vida misma. Alguien que no puede trabajar, no puede comer, no puede ser escuchado, pero que cree en el trabajo, en el alimento, en el habla, simboliza con su propia inmolación su condición vital. En mayor o menor grado, este es el punto de partida de los movimientos revolucionarios. Esta es, por ejemplo, la condición en que se encuentran los pueblos indígenas en México, aunque desafortunadamente, son una minoría que no puede por sí sola transformar, como en Bolivia, la estructura del Estado.

La segunda condición es la educación. Además de los problemas concretos que llevan a una persona a despertar y actuar para cambiar el mundo en el que vive, es necesario que esa persona o ese grupo de personas tengan educación. Con ello no me refiero a poseer conocimientos escolares, sino a tener una educación en la familia, en la comunidad, en el trabajo, en la experiencia personal, en los libros y, claro, en la escuela. Sin educación pueden acontecer diversos fenómenos relacionados con la movilización, pero hay que mencionar dos.

El primero de ellos es la desviación del impulso de inconformidad hacia manifestaciones sociales alienadas. Marx lo señaló en el XVIII Brumario de Luis Bonaparte al hablar del lumpenproletariado. Los más pobres, los más miserables, que no tienen ni educación ni trabajo y que viven de las miserias, se conforman como grupos contrainsurgentes, pues no tiene un interés específico respecto a la reestructuración del Estado o la sociedad, y son fácilmente comprados por el mejor postor. Quizás la expresión contemporánea y sofisticada de esos grupos son algunos tipos de pandillas que se dedican a la delincuencia y los grupos criminales organizados del narcotráfico, como los que existen en México. En esos casos, los individuos sin educación y en condiciones insoportables debidas a todo tipo de carencias, en lugar de usar su voluntad y fuerza particular para la reestructuración del Estado, usan su fuerza en contra de la misma sociedad. Desde luego, esto no sucedería sin el poder económico que tienen los cárteles de la delincuencia y que provienen de muchas esferas de la sociedad: de la política, de los empresarios, de organizaciones internacionales, etc. En todo caso, lo que hay que señalar es la vulnerabilidad en que se encuentran por la carencia de sustento y por la carencia de educación, y que ello termina por expresarse en una ausencia de poder del pueblo, el cual se divide entre luchar contra sí mismo o luchar contra el poder establecido.

Lo segundo que puede ocurrir, y que es de particular importancia para una sociedad como la mexicana con una clase media amplia que no vive las condiciones de marginalidad mencionadas, es que justo la clase media, por su ignorancia, esté incapacitada para la movilización. En efecto, una clase media como la descrita anteriormente, esto es, cuyos valores son el consumo, el falso individualismo, la comodidad y la competencia; ignorante de lo humano, como diría Julián Lebarón, y carente de práctica en la vida y la organización como comunidad; desconocedora de los derechos, las garantías y de las obligaciones; inconsciente de la historia; una clase media semejante es difícil que pueda encaminar y dirigir un movimiento social de transformación radical o gradual. Históricamente, la clase media está imposibilitada para la rebeldía debido al bienestar. En las circunstancias actuales de México, hay que agregar la ignorancia. Sólo bajo el apremio de algún sufrimiento particular, como lo es en la actualidad el de la violencia, la clase media se inconforma y emprende un camino de aprendizaje en el que algunos individuos toman conciencia de la profundidad del problema y de su posición en la sociedad, de su voluntad y de su fuerza.

No obstante, la mayoría de las veces aún tales individuos, o los grupos que encabezan, no logran articular la demanda particular resultante en una demanda hegemónica generalizada y universal con profundidad histórica. En México estos movimientos siguen siendo marginales y particulares e incapaces de asumir con radicalidad el planteamiento de la reestructuración del Estado, la sociedad y el sistema mundial. Además son incapaces de enfrentar los poderes fácticos e imponerse a ellos, en gran medida, por la falta de una clara posición de confrontación o de mediación (la cual termina por ser una asimilación). En el discurso neoliberal esto se ha expresado en la teoría del fin de las ideologías. Según esta teoría ya no puede haber confrontación entre una ideología de izquierda y una de derecha. Todas las tendencias sociales y los actores políticos juegan en el terreno de la neutralidad o deben jugar en ese terreno para ser aceptados. Las posturas confrontadoras tienen que ser excluidas y en efecto son excluidas por la dinámica misma de los sistemas sociales contemporáneos. A los únicos que no se los escucha son a aquellos que no siguen las reglas del diálogo “racional”. Con racional debemos entender neutral, tranquilo, conciliador, sumiso, etc. De esto acabamos de tener un magnífico ejemplo en el Castillo de Chapultepec. La confrontación lleva a la exclusión y la marginación, el diálogo conduce a la asimilación y la dispersión. Esto no quiere decir que no hay movimientos en México que desde una posición de confrontación y participación han tenido la oportunidad de hacer un cambio histórico de la sociedad y del Estado, como lo fue en el 2006 el movimiento en torno a la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, o desde de la década de 1990 el movimiento del EZLN. Sin embargo, estos casos suponen circunstancias específicas y decisiones particulares de los líderes que no pueden analizarse aquí.

Para concluir, sólo resumiré lo dicho anteriormente. La soberanía es destruida desde abajo y desde arriba. Desde abajo porque las condiciones culturales (costumbres, educación, economía, trabajo, etc.) no permiten que el pueblo se organice y participe activamente, no permite que haga valer sus derechos y garantías por los que se constituyó como Estado, ni tampoco permite que el estado de derecho contenido en el pacto se haga efectivo. Y desde arriba, porque el poder del Estado, el poder de los políticos y de los partidos, el poder de los grandes empresarios, el poder, incluso, de los grupos delincuenciales, someten por la fuerza los pocos espacios donde comienza a gestarse una participación real que promete la posibilidad de recuperar la soberanía. Estas dos líneas de destrucción corresponde a los modos de dominación explicados en diversas obras durante todo el siglo XX: la dominación “biopolítica” del sistema y la dominación por medio del control social a través del aparato político-burocrático o del uso de la fuerza. Todo ello nos impide actuar como pueblo, a pesar de que nos sentimos como tal.


[1] En las sociedades masificadas de la Modernidad, el acuerdo no puede realizarse por la participación democrática directa de todas las personas; tampoco puede el Estado, una vez establecida la forma en que se constituye, repartirse entre todos los ciudadanos de manera directa; y, además, el pacto no puede normar acerca de todos los casos que puedan suceder bajo determinadas circunstancias. Lo anterior supone tres cosas: la delegación de la voluntad en representantes, la división de funciones en el gobierno y la libertad de los delegados para tomar ciertas decisiones sin consultar al pueblo. La forma en que se dé solución a tales cuestiones influye de manera directa en la manera en que el pacto es obedecido.