Linares

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Lo aquí narrado es el registro de algunas charlas informales que sostuvimos con habitantes del municipio de Linares. Nos pareció significativo romper con la inercia de la omisión y decidimos escribir este texto con el único afán de rescatar unas cuantas impresiones que la gente del pueblo refiere en lo cotidiano. Recuperar y legar estos registros de lo humano, es también —presentimos— una manera de incidir y resistir a un contexto social que cada vez resulta más difícil de sobrellevar.

*Heriberto y Elvira son nombres ficticios.

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El municipio de Linares está ubicado al sureste de la ciudad de Monterrey; es un municipio enclavado en la región citrícola de Nuevo León. Al igual que Allende, Santiago, Montemorelos, Cadereyta y China, es  una población que desde hace aproximadamente tres años se ha convertido en campo de batalla de narcotraficante antagonistas. Debido a que las dos principales agrupaciones delictivas se disputan el control de la autopista Monterrey-Linares (vía neurálgica para el trasiego de droga hacia Tamaulipas), la permanencia de este tipo de grupos ha sido incesante. Los cárteles se han asentado en el pueblo y han logrado penetrar su tejido social. A pesar de ser un poblado relativamente grande (con aproximadamente 78,000 habitantes), y  a diferencia de Allende y Santiago (localidades más pequeñas pero que se entienden así mismas como metropolitanas), en Linares  aún persiste un estilo de vida acompasado, con un tipo de sensibilidad más sosegada. Al igual que Montemorelos y Cadereyta, poblados con quien comparte condiciones similares, a Linares lo han trastocado violentamente y los han convertido en un pueblo temeroso. La violencia, los secuestros, las extorsiones, pero sobre todo la indiferencia (de todos) han marcado un rumbo nada esperanzador para el otrora pacífico pueblo de Linares.

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 No sabemos a qué va a llegar todo esto

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Heriberto dice que se acaba de cumplir exactamente un año de la balacera en la plaza principal del pueblo. Me muestra las calles por donde se dio la persecución: son alrededor de quince cuadras que cruzan de un extremo al otro la zona centro del pueblo. Él todavía recuerda el rechinido de llantas, el sonido de los disparos, las puertas atrancadas y las calles desiertas; luego, me describe, lo que más le caló fue el silencio, nadie sabía nada y nadie se animaba a salir. No hubo pronunciamiento de las autoridades por la radio o la televisión y, aunque había helicópteros militares apostados en Soriana, en las noticias aseguraron que las cosas habían vuelto a la normalidad. Al día siguiente, los imponentes operativos militares y las paredes agujereadas eran pruebas contundentes de que Linares definitivamente no volvería a ser el mismo. En el enfrentamiento tal vez murieron más de los que oficialmente declararon, pero lo que causó más terror e incertidumbre, fue el levantón de al menos seis tránsitos de la localidad, que a la fecha, siguen sin aparecer.

Conforme avanzamos unas cuadras, Heriberto me va trazando un mapa macabro: acá desaparecieron a un doctor que ya no volvió; aquí vivía un comerciante que tuvo que cerrar sus negocios y escapar del pueblo después de que lo secuestraron; allá levantaron a tal; a aquél sí lo soltaron; a éste ya lo amenazaron; ése mejor se fue porque lo andaban cazando.

Los secuestrados la tienen difícil porque, me comenta, en seguida de que los secuestradores los liberan, el ejército va por ellos y los retiene durante un mes para sacarles información (y darles “atención psicológica”). Y ya libres deben de cuidarse de que no haya represalias por parte de los delincuentes. Heriberto saluda a casi todos con los que cruza mirada: calle con calle la lista crece y parece no tener fin; más de la mitad de las personas que conoce tienen parientes o amigos cercanos que han sufrido extorsiones. Él mismo expresa haber experimentado el caso de un compañero de trabajo que ya no apareció; narra que al menos hay 150 desaparecidos (un número demasiado grande, afirma, según la relación de habitantes) y que la mayoría son retenidos por dinero, y unos cuantos por rencillas. En la localidad se siente una sensación de intranquilidad, nadie está a salvo; Heriberto reflexiona y presiente que no se da a conocer ni la tercera parte de lo que sucede en la comunidad.

Dan las nueve de la noche y nadie sale de su casa, el pueblo se vacía; si bien, hay algunos esfuerzos por reconstruir el tejido social y volver a ocupar los espacios públicos, en Linares persiste la paranoia y difícilmente cambiará el panorama a corto plazo. Heriberto asevera que la población se encuentra atemorizada y que muchos ya se han ido; según atestigua, en los pueblos se padece la inseguridad de una manera distinta: mientras que en la ciudad los individuos se “pierden” por falta de cercanía, en los poblados casi todos se conocen y saben muy bien quién anda en qué; por ello, la psicosis se incrementa exponencialmente: la gente ya no quiere hablar ni se anima a convivir libremente.

En octubre del año pasado se asentó otro duro golpe a la ya de por sí vulnerada confianza de los ciudadanos; la detención de 250 policías del municipio acendró aún más la percepción de indefensión en los pobladores. Heriberto lamenta la situación y asegura que la presencia de los  militares no ha cambiado nada, asienta que, o no traen inteligencia o de plano no quieren hacer nada. Lo único seguro, cavila, es que no se sabe a qué va a llevar todo esto; lo que sí, confiesa, es que ya se están cansando de andar con el miedo a rastras.

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Si me voy es porque ya no se puede

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La señora Elvira me narró nerviosa y rápidamente por qué tenía que irse del Linares: hace unos meses tuvo que cerrar su pequeño negocio de artesanías ya que le cobraban piso y le era imposible pagar lo que le pedían.  Eran constantes las llamadas para amenazarla y nunca denunció porque tenía miedo de que le fuera a ir peor. Sólo pude estar unos minutos con ella debido a que, afirmó, tenía que salir corriendo a preparar unas cosas. Elvira se notaba apesadumbrada y después de unos instantes me reveló que la mayor parte de su familia ya no reside en el pueblo. Hace unas semanas le secuestraron a un pariente lejano y, aunque suene paradójico, tuvo la mala fortuna de haber sido liberado por los militares antes de que sus familiares pudieran pagar el rescate. Como ella es el único vínculo que quedó en la zona, ahora la someten por dos frentes: le exigen el piso y, además, la instigan para que pague la cuota por la “liberación” de su pariente. Es por eso que Elvira tiene que irse de su tierra, porque, la cito: aquí ya no se puede vivir así, si me voy es porque ya no se puede…      

Cabeza de guerra

Francisco Lugo

Uno. Entendemos claramente que las cabezas tienen una gran función simbólica, no por nada una cabeza siempre es ejemplar; una cabeza sirve lo mismo para augurar la fatalidad, como sucedió con las cabezas de los independentistas: Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, colgadas en la alhóndiga; que para señalar a los grandes hombres, haciendo monumentos de las suyas ─la cabeza de Juárez, de Stalin o las del Monte Rushmore, por ejemplo. En cualquier caso, el valor de la cabeza estriba en reducir a un sujeto a sus rasgos más conocidos, pues lo que importa en la cuestión simbólica son los trazos reconocibles e inconfundibles de los objetos representados. David Le Breton lo nota cuando señala que, en nuestra cultura, la cabeza es una síntesis de la persona y encarna en ella su principio vital; muy a menudo, puntualiza, la cabeza vale por todo el hombre.

Es conocido que los caza-recompensas del mítico oeste norteamericano cargaban sólo con la cabeza del forajido, pues era ésta la que tenía un precio. Un ejemplo más claro de la transformación de una cabeza en moneda, es lo que sucedió durante la colonización de Nueva Zelanda a principios del siglo XIX, ante las guerras intertribales que los maoríes venían sosteniendo desde generaciones, y en las que era frecuente que se decapitara a los contrincantes, acarreando sus cabezas como trofeos. Para la tradición maorí, la cabeza es una parte sagrada del cuerpo y el tatuaje una verdadera firma social y religiosa. Por eso los maorís de alto rango las llevaban tatuadas con motivos que significaban a su tribu, y por eso aquéllas que eran cercenadas de los cuerpos de sus grandes guerreros tenían como destino lugares consagrados a su exposición, donde cada uno de ellos debía rendirles culto hasta el momento en que (estimaban) el alma del difunto había partido, para luego sepultarlas cerca del pueblo.

Estas cabezas tatuadas comenzaron a fascinar a los museos y coleccionistas europeos, principalmente ingleses, que terminaron por emprender una cacería de sus más bellos especímenes. Se generó así un comercio entre europeos y maoríes que entendieron que sus propias cabezas eran una excelente moneda de cambio y, en medio de sus continúas guerras internas, comenzaron a intercambiarlas por armas de fuego y alcohol.

Así se fundó la llamada guerra de los mosquetes que, caracterizada por este intercambio comercial, llegó a consentir en estrategias fatales como aquella ─la más recurrida─ en la que los maoríes capturaban a los más desclasados de su tribu, tatuándolos expresamente para poder intercambiar sus cabezas por alcohol o armas. Muchos maoríes fueron “convertidos” en jefes guerreros de la noche a la mañana y decapitados a la orden. El coleccionista de cabezas G. Robely cita una anécdota en la que un jefe maorí abordó un barco inglés, con varios de sus esclavos: “Escoge cualquiera de estas cabezas, la que más te guste; cuando regreses, yo me encargaré de tenerla dibujada y lista  para ti.”

Las cabezas terminaron en manos de coleccionistas europeos, e incluso algunas permanecen aún resguardadas en las colecciones privadas de ciertos museos sin que sean expuestas al público. Pero, ¿qué tienen que ver los decapitados maoríes con los decapitados por el narco en México?

Tráfico de cabezas maorí

Narcotráfico en México

Las guerras intertribales son potenciadas por un comercio externo con los ingleses.

Las guerras entre cárteles están dimensionadas por el trafico con E.U.

Las decapitaciones generaban directamente capital que se traducía en poder de dominio. Las decapitaciones mueven flujos económicos que se traducen en poder dominio.
La guerra de los mosquetes maoríes fue el preámbulo de la llegada de un nuevo régimen, el régimen colonial. La guerra del narco abre la posibilidad de legitimar la militarización de México.

cuadro 1

Este tráfico conserva una estructura mínima susceptible a comparación; podemos arriesgarnos a dar un paso más allá en el entendimiento del rumbo que lleva la violencia en México: en el caso maorí es evidente cómo una guerra interna se vuelve dependiente de un comercio exterior que lo conduce hacia una espiral agonística. Intentar comprender hacia dónde se dirige la violencia que se vive en México implica entender la guerra como la extensión de la política por otros medios (Clausewitz). Foucault señala que la guerra también viene de vuelta: a su vez, la política es una extensión de la guerra.

Dos. La revolución mexicana no cumplió con uno de los principios que Clausewitz considera fundamentales: la guerra constituye un acto de fuerza que se lleva a cabo para derrotar al adversario, una vez iniciada, ésta no debe detenerse hasta desarmar y abatir al enemigo.

Al no ser culminada, la revolución adquirió la condición de inacabada debido a los frágiles pactos que el partido en el poder negociaba y renegociaba a lo largo de  la historia. El mismo partido que igual reprimió la rebelión de los cristeros que las débiles pretensiones revolucionarias de los grupos guerrilleros marxistas, introdujo narcotraficantes en Guerrero para mermar el trabajo de base de la guerrilla de Lucio Cabañas y Genaro Vásquez. Arturo Miranda Ramírez advierte que tal método de control evidencia que, como extensión de la guerra, la narcopolítica no es reciente.

La emergencia del EZLN fue otro intento de reactivar la mecha de esta guerra revolucionaria. Aunque el discurso oficial intentó emparentar dicho movimiento con las FARC ─señalando supuestos vínculos con el narcotráfico─ con el paso del tiempo quedó demostrado que esta guerrilla es la manifestación de un proceso latente en la historia de México.

Es hasta el inicio de la guerra contra la delincuencia organizada cuando las frustraciones de la guerra civil mexicana encuentran un bypass y se hacen manifiestas, sólo que tales manifestaciones se nos presentan fuera de contexto, en un intento de despolitizarlas.

En el cuadro 1 se expuso la legitimación del ejército en las calles como la relación estructural entre la violencia en Nueva Zelanda y México; pero, ¿que régimen necesita de esta legitimación? Para comprender el lugar que ocupa el ejército ─y el ejercicio del poder aplicado al cuerpo─ se tienen que abordar tales fenómenos desde el marco de sus economías reales y simbólicas. El papel de los decapitados en el nacimiento de la república francesa nos permite entender la significación que se le confiere al cuerpo humano en el nuevo orden simbólico. Para el programa de la instauración de la república francesa cortar una cabeza era cercenar de raíz las ideas nefastas: era la excreción definitiva de las ideas contrarrevolucionaria. Del mismo modo, los decapitados y los cuerpos torturados que aparecen en las calles pueden develar el tipo de poder que se gesta en México.

Horatio Robley y su colección de cabezas maoríes

La guerra de los mosquetes de los maorís fue el preámbulo de la colonización inglesa en Nueva Zelanda. La colonia se instauró en 1840 después de la firma del Tratado de Waitangi entre la corona y los jefes maorís. Los británicos estaban motivados por el deseo de anticiparse a posibles asentamientos de otros europeos ─Francia empezaba a establecerse en el sur de la isla en ese mismo periodo─. La corona inglesa se posicionó como colonia con el supuesto interés de terminar con los desórdenes provocados por balleneros, comerciantes y especialmente los “británicos”, quienes entre 1820 y 1835 introdujeron las armas y el alcohol durante los conflictos intertribales. Los jefes maorís aceptaron firmar el tratado debido al ofrecimiento de protección de sus posesiones (promisiones parcialmente cumplidas por los ingleses). Otra condicionante del tratado fue la garantía de resguardo ante los ataques de los maoríes que habían sido provistos de mosquetes.

La intensidad de la guerra maorí permitió que la paz fuera un capital anhelado. El conflicto bélico se sostuvo mediante el comercio de cabezas por armas inglesas. La disminución de la violencia sólo podía resultar de la supresión del comercio, mismo que comenzó a prohibirse en 1831; pero, hacer la paz definitivamente en una región  nutrida de odio, rencor y el dolor que dejó la guerra con armas de fuego, sólo era factible por la intervención de una fuerza extranjera: la colonización.

Algunos analistas sostienen que el proceso de militarización de México inicia en el sexenio de Miguel de la Madrid, con la entrada del régimen neoliberal y como parte del proyecto de desmantelamiento del estado interventor-benefactor ─tildado de ineficiente, corrupto y corruptor─. Aunque hay investigadores que señalan que la militarización del país comenzó en los noventa con Salinas de Gortari, resulta evidente, independientemente del periodo histórico de su génesis, que el estado neoliberal detenta su poder mediante la militarización y la guerra sostenida bajo el argumento del combate a la corrupción ─entendida por el oficialismo como un mal ajeno a la institución, como la herencia de anteriores estructuras que forzosamente deberán ser desmanteladas─. Tal supuesto, apuntalado e integrado al discurso institucional, nutre una aparente crítica contra un sector del gobierno[1] y la corrupción del estado.

Según afirma Benítez Manuat: la militarización parte del postulado de que las fuerzas policiacas son corruptibles por su cercanía a la sociedad; debido a que las corporaciones policiacas están compuestas por la sociedad, éstas son más sensibles a las tentaciones que la atraviesan. La militarización supone entonces un proyecto de deslumpenización que va más allá de la herencia del antiguo régimen y toca lo civil a través de los cuerpos policiacos. Es bajo esta lógica que el calderonismo justifica la militarización del país.

Enfrentamiento de militares y policías en Nuevo León

Para Luis Astorga, la puesta en marcha del proyecto neoliberal propició acentuación de la violencia debido la campaña contra el crimen organizado ―del que se sabe que tiene una relación histórica que liga al narcotráfico con el poder  político-hegemónico y a las instituciones de justicia postrevolucionarias―. Esta lucha también implicó una limpieza de la sociedad civil, primeramente con la limpia de cuerpos policiacos y secundariamente con la eliminación de narcomenudistas.

El estado se encontró dividido en dos partes: el bueno, liberal y burgués; y el malo, corrupto y mafioso. Paralelamente hay una sociedad buena con obreros y trabajadores, y otra mala compuesta de criminales. A su vez, hay una “bisagra” en medio del estado: una hoja es la policía corrompida y vinculada con el narco, y la otra el ejército inmaculado. Esta lámina Rorschach es la configuración de un imaginario que el nuevo régimen pretende instaurar; André Corten lo explica de la siguiente manera: son discursos que a través de su enunciación y su circulación participan de la edición y montaje de la escena de representación política.

Esto se advierte en el montaje realizado con los estudiantes del Tecnológico de Monterrey y la familia asesinada en Anáhuac por los militares. Consuelo Morales Elizondo señala que el ejército se encargó de literalmente montar una “escena” para la prensa en la que ellos se presentaron como los heroicos participantes en la lucha contra el narco y mostraron (plantando deliberadamente armas de fuego en la escena del tiroteo) a los estudiantes asesinados como narcotraficantes y sicarios abatidos. Este maquillaje es necesario para configurar a la fuerza del estado como la contraparte maniquea de la mal llamada narcopolítica.[2]

Tres. La guerra contra el narco supone una reestructuración del sector lumpenizado del poder, aquel sector que no supo aprovechar el priismo para transformarse en una burguesía regular y cuya transformación o eliminación representa un cuantioso capital político. El imaginario, el orden simbólico que se está gestando se desprende de la lucha entre una lumpenpolitíca y un estado ideal burgués: entre  una política burguesa y una lumpenburguesa. No obstante, tal lucha se nos presenta como una guerra postmoderna, despolitizada, tal como José Miguel Cruz señala: como una violencia social, imprevisible y difusa, que aparece en cualquier parte y donde las víctimas pueden ser cualquiera.

André Corten subraya que, no es la ausencia de carácter político la que caracteriza la violencia, si no la desestatización de ésta. La violencia estalla en la criminalidad y se pretende mostrar que de ninguna manera tiene relación con el estado; es aquí donde pierde toda relación orgánica con la estructura de estado. Por esta razón es que se identifica la narcopolítica como un factor externo que contamina una parte del sistema genéticamente vulnerable y vinculado con el anterior régimen. Corten insiste en que: es la importancia dada a estas nuevas redes de la delincuencia la que debilita al estado y que termina erosionando la confianza que se tiene a las instituciones cuando éstas se ven incapaces de controlar la delincuencia. Tal desconfianza, según Giorand, se enfoca a la criminalización de lo político, a la torpe labor del estado en lo que se refiere al bienestar social.

La criminalización de lo político es la trama de fondo de las nuevas modalidades de violencia en América Latina y va a la par con la criminalización de la economía, es decir, al compromiso del estado con las mecánicas de explotación capitalista y la generación de la pobreza extrema.

Giorand y Cruz afirman que la generalización de la violencia es parte de la pérdida de “autenticidad democrática” en muchos regímenes instaurados en los noventa. Si añadimos el accidentado proceso democrático que llevó a Calderón al poder, nos enfrentamos a un estado en una grave crisis de legitimidad. Idalia Gómez y Darío Fritz señalan que la transición democrática crea vacíos naturales en el seno de todos los sectores de la administración y son precisamente tales vacíos los que han permitido un desarrollo del crimen organizado.

José Luis Velasco añade que el cambio de política experimentado por México en los últimos decenios creó nuevas oportunidades de desarrollo del comercio ilegal. El problema de la violencia y la delincuencia en México reside en que el proceso de desmantelación del antiguo régimen ha sido más eficaz que el establecimiento de nuevas y fuertes instituciones políticas. La debilidad del régimen político produce una incierta legitimidad que genera un ambiente propicio para el desarrollo de las organizaciones criminales; por ende, el estado se encuentra vulnerable a la influencia corruptora de dichos grupos. Astroga afirma que la delincuencia debe su desarrollo y consolidación a la crisis en los mecanismos de mediación y de control que tenía el antiguo régimen con los grupos criminales y a una recomposición de los grupos de traficantes de droga.

Arsenal decomisado en una casa de seguridad del narcotráfico

Astorga concluye que: frente a una estructura de poder donde el estado ha dejado de ser un monopolio, las organizaciones criminales son beneficiadas con una gran autonomía. Aquí el análisis no consiste en una “evaluación de la eficacidad de la transición democrática” sino que se enfoca a las transformaciones estructurales que han permitido la recomposición de las relaciones entre el estado y el crimen organizado; no obstante, Astorga afirma que: una disminución del control de estado se traduce en el aumento de la criminalidad y de la violencia.

Esta ausencia del estado implica, incluso en el ámbito intelectual, la corroboración de la necesidad del estado como garante del orden y la paz social. Este es el sentido que se instaura dentro de todo este desorden: la necesidad de un estado que funcione como un buen policía. Se cree que el estado como policía-bueno es necesario ya que, en la medida que el neoliberalismo desterró al estado benefactor, también disminuyó su control sobre la red de alianzas integrada por caciques que, en su momento, fueron la base del partido y mantenían la “fidelidad” al estado mediante la sofocación de rebeliones y la participación directa en fraudes electorales.

Esta red de alianzas fue el medio para perpetuar el poder de un estado lumpenburgués conformado por una clase que, como Kosik señala: a diferencia de la burguesía normal, ésta no dudó ante la estafa, ni frente a la asociación con las organizaciones mafiosas. La disminución del control de estado en una red social de esta naturaleza arroja resultados obvios que difícilmente pueden pasar desapercibidos. La relación entre un estado sostenido con negociaciones extrademocráticas y la lumpenburguesía es bastante compleja: el estado tiene una cubertura democrática que se tambalea y nutre su poder a través de un sector lumpenburgués que navega entre la delincuencia y la actividad burguesa tradicionalmente legitimada.

Cuatro. Estos camuflajes y transformaciones son inherentes a las actividades político-comerciales en México. El estado neoliberal necesitaba ganar definitivamente la guerra que había quedado congelada en la luego de la revolución mexicana y lo intentó llevar a cabo mediante pactos y alianzas extrademocráticas. Para esto fue “necesario” iniciar una serie de purgas y reacomodos dirigidos a legitimar las actividades lumpenburguesas; es decir, blanquear sus actividades criminales y hacerlas pasar por burguesas, actividades dentro de la ley. En todo caso, la guerra contra el narco es una extensión de las pugnas internas del estado contra su sector  lumpenburgués.

Este proceso de deterioro del sector lumpenburgués ―que desembocó en la problemática del narcotráfico― fue un laissez faire que el estado ya no supo soportar: es el quebrantamiento de las relaciones estado-lumpenburguesía que en el discurso oficial se nos expone a como una guerra intestina entre cárteles.

Esta guerra interna se dispersó hacia las márgenes de la población, al sector en condiciones de miseria extrema que hacen posible el reclutamiento de elementos para sostener la guerra. Renato Rosaldo describe cómo la cacería de cabezas era para los ilingotes una manera de luchar contra la aflicción: su ira se materializaba en la decapitación y  provocaba una catarsis del grupo y con ello la disminución del dolor durante el duelo.

La dinámica de una guerra está imbricada a este proceso: ira-aflicción-ira. Se persigue constantemente una homeostasis entre los padecimientos internos y la hostilidad del exterior. En esta incesante persecución del nirvana también se persigue la muerte y precisamente es esta persecución la que constituye la vida; la guerra es una aceleración de este proceso; en el caso de México lo  advertimos si retrocedemos a la dinámica que antes llevaban los narcomenudistas: las riñas campales eran cotidianas en las colonias asentadas en la Loma Larga y en zonas como Constituyentes de Querétaro, Tierra y Libertad, Granja Sanitaria y otras. La extrema pobreza establece dinámicas libidinales en las que “dar saltitos” sobre la cuerda de la muerte representa una manera de soportar la miseria cotidiana del desempleo, la falta de oportunidades, la desnutrición, entre otras adversidades.

Estas amplias e interminables zonas de reservas de mano obra producidas  generosamente por el estado de progreso ─al servicio de las clases dominantes─ siempre han sido una población predispuesta al crimen y/o a las arremetidas de las fuerzas  de estado. A la mayoría de quienes pervivimos bajo este régimen, la miseria no nos es ajena, sabemos que para que cualquiera de nosotros esté dispuesto a arrancarle la cabeza a alguien o a correr el riesgo de ser decapitado sólo basta una aguda aflicción sostenida largamente, un sinsentido y poco dinero. El factor de la miseria es determinante para que la aflicción se convierta en ira. A los barrios marginados sólo se ha añadido más drogas, armas y un poco de dinero para comenzar con un proceso destructivo en espiral cuyo fin se nos revela lejano.

Cinco. En este laissez faire la lumpenburguesía amplia su espectro de acción y el estado renueva sus fuerzas sobre las zonas pauperizadas; en el punto mas álgido de este proceso la guerra interna se recrudece y el estado se legitima sacando a la calle al ejército. La violencia en espiral toca su fondo: en el caso de la revolución francesa iba dirigido a la instauración de la república y con los maorís a la colonización; en México se traduce a la legitimación del estado burgués a través de la deposición de la lumpenburguesía en el poder.

Oehmichen Bazán advierte que con el cambio de régimen, se efectúan elecciones democráticas para legitimar gobiernos autoritarios y se proyectan acciones que se perfilan como reglas de un terrorismo de estado actuando de manera impune. Regresemos al caso de los maorís: ¿se hubiese instalado la colonia inglesa de manera tan fácil en Nueva Zelanda sin la guerra de los mosquetes? Definitivamente no, los jefes maorís firmaron la aceptación de la colonia cuando la paz era un anhelo. En México el neoliberalismo desconoció al estado para instaurarse, pero el estado era como una “carcasa” en donde la lumpenburguesía habitaba como un parásito.

Para expeler a la lumpenburguesía se hizo necesaria una purga que debilitó al estado y paradójicamente concedió una mayor libertad a la lumpenburguesía. El proyecto neoliberal dejó crecer un proceso de putrefacción en el sector lumpenburgués del estado. Esta libertad dejaría en claro las clases: la nueva burguesía resultante de la turbulenta revolución mexicana tendría la habilidad de saltar a tiempo del naufragio con un botín capital que sabrían “lavar” adecuadamente para dedicarse al comercio “legitimo”. Se trata de una fractura de clases; sujetos como Carlos Slim, Alberto Bailleres, Ricardo Salinas Pliego, Jerónimo Arango, Germán Larrea Mota Velasco y Roberto Hernández Ramírez ─todos ellos dueños de empresas “exitosas” y fortunas multimillonarias─ dominan de tal modo los mecanismos de explotación, que su crimen organizado ─el capitalismo─ es tan efectivo que hacen un capo de la talla de Joaquín Guzmán Loera parezca un infractor menor.

La nueva burguesía posee la técnica suficiente y necesaria como para hacer que su acumulación primaria de capital sea producto de actividades “legítimas”. De tal modo, que: se trata de un repliegue premeditado de la fuerza de estado; es decir, no de un vacío accidental, efecto de la transición, sino de un programa consciente que tiene contemplado que, dado que la impunidad generará un ambiente de terror natural, es factible y tolerable la militarización de los espacios civiles. El siguiente paso será la instauración de un régimen de ordenamiento aceptado extensamente. A la par del proceso de militarización van sucediendo atisbos de ordenamiento republicano: las leyes de transparencia, los juicios orales, la elevación a rango constitucional de los derechos humanos y la aprobación de juicios civiles contra militares que incurran en delitos[3].

Slim Helú, según Forbes, uno de los hombres más ricos del mundo

La violencia en México está orientada para legitimar la instauración del estado burgués. Es evidente que hay una teatralización del horror tanto del narco como de las fuerzas de estado. Un narcomensaje sobre un cadáver en Tijuana decía: “nosotros no matamos ni mujeres ni niños ¿eso quieren?» Los jíbaros tampoco decapitan ni mujeres ni niños, porque éstos no tienen alma, sólo decapitan a hombres adultos, para luego coserles los ojos y la boca para evitar que el espíritu salga de la cabeza cercenada y pierda su función de amuleto.

La bondad del narco es accesoria ya que las condiciones en las que la guerra se desarrolla hace de la población infantil, juvenil y femenina sea un sector ajeno a sus intereses. A quien realmente interesan estos muertos es a las fuerzas legitimadoras: estas muertes se vuelven espíritus, que al igual que las cabezas del jíbaro, se capturan en pequeños contenedores. Estos contenedores son los medios masivos de comunicación que a través de su espectáculo sanguinario elevan, sostienen y multiplican los quantums del horror.

Seis. No hay daños colaterales, hay una producción escenográfica de terror. La manera como se escenifica el horror obliga al espectador a ver en la muerte una economía simbólica susceptible a una capitalización para la gestación de un nuevo orden. La circulación de cabezas, cadáveres y partes de cuerpo en el espacio público abre un ágora macabra en la que participamos todos. Las narcomantas dejan entrever el halo republicano de la violencia que se vive en México; recordemos los pasquines anónimos clavados en las puertas y las plazas durante la revolución francesa: su función era la de criticar a las facciones políticas que se movían tratando de encontrar un justo acomodo. Este halo se nos presenta como una participación en el sector publico ─mitad oculto mitad expuesto─ en donde se reclama a las instituciones de regulación social, al aparato de estado y se manifiestan consignas en contra de un sector político u otro.

Las decapitaciones van acompañadas regularmente de mensajes, cabezas parlantes que comunican lo que los decapitadores quieren decir. Las decapitaciones enuncian ajustes de cuentas, ya sea con indicios, como la encontrada con la abreviatura CDG (Cártel Del Golfo) que acompañaban al policía decapitado en Agualeguas, o bien vociferan amenazas, como las cabezas cercenadas y acomodadas en fila con letreros dirigidos a un presunto operador de los zetas: “Rufo, sabemos que estás con tu familia en Riu Palace, en Cancún».

Otro ejemplo de este tipo de amenazas fueron escritos con tinta negra y azul: “Saludos a Leo”; “sigues tu Arnoldo y todos los deshuesados”; “sigues tu Frey”; “sigues tu Fabián Guillen” y “sigues tu Chucho”. También las cabezas “se burlan”: sobre una víctima se encontró una  leyenda: “Hazte a un lado albañil, hombres trabajando”. Estas cabezas son semejantes a las de los jíbaros, son las cabezas de hombres reducidas al servicio de sus victimarios; los jíbaros las usan de amuleto, los sicarios las usan como postales para mellar el espíritu de sus adversarios. Las cabezas son de algún modo encabezados, grandes letras que, con un mínimo de cuerpo simbólico, hablan a tambor batiente de una guerra: son un diálogo de carne, huesos y sangre.

Este torpe afán comunicativo hace evidente que el crimen organizado no es tan organizado: lejos de estar controlados por organizaciones centralizadas con líderes reconocidos y jerarquías bien establecidas ─como habitualmente suele representarse a este tipo de grupos─, están regidos por una estructura semi-organizada. Si tales grupos efectivamente estuvieran organizados, su diálogo tendría una configuración más efectiva, poseerían una gramática precisa; el espacio disciplinario produce un orden sintáctico que se determina en los dispositivos encargados de consumar la pena de muerte de manera eficiente y clara. Las decapitaciones en estos espacios disciplinarios están gramatizadas: enuncian un código legislativo, una ética y una moral de quienes dejan caer el hacha. Éstas son las gramáticas de un crimen organizado, expresado en leyes y mecanismos de control específicos como los que tienen las estructuras capitalistas.

El espacio disciplinario de las decapitaciones del narco carece de un mínimo ritual legislativo, como  el que se expresa en los decapitados “soplones” de Durango: “Esto le pasa a los soplones, aunque se vistan de verde y se pongan pasamontañas». Los asesinatos del llamado crimen organizado se nos presentan como labores escenográficas. Pero, ¿para qué este exhibicionismo?, ¿cuál es su función?, ¿tienen que aparecer en el espacio público? En uno de los narcomensajes antes citados los asesinos escribieron un segundo texto en el que dan a entender que difundirán por internet la decapitación de cuatro personas: «Aquí les mando su basura Rufo y Manuel Estrella. Y míralos pronto en Internet. Atte. Héroes anónimos La Resistencia».

¿No tienen un triste correo electrónico para enviar las fotografías de los decapitados?, ¿por qué el narco depende tanto del espacio público? La prensa mercantiliza estos cuerpos y el narco cuenta con la mediatización de modo que algunas de ellas están trabajadas para el espectáculo, pero, con qué objetivo. La corrección publica punitiva tiene sentido cuando ésta persigue un efecto en el espíritu de la ciudadanía, de otra forma sólo aparece como un mero accidente de la ejecución.

Siete. En el caso de los asesinatos existe un interés por parte del público receptor, este interés queda claramente plasmado en la narcomanta casi por inercia: es la producción de un espacio político en donde se discute y se negocia el poder. Se trata de negociaciones desesperadas; estos asesinatos son un fenómeno político donde los debatientes son la lumpenburguesía y el brazo armado de la burguesía que se manifiesta a través de la fuerza de estado.

La lumpenburguesía no tiene cabeza, dejó de tenerla con la caída del régimen priista, de ahí la escasa eficacia de la captura de capos. Los capos no tienen cabeza, su única cabeza es un capital que circula a través de ellos y es resguardado por el secreto bancario. Los contendientes se dirigen a fuerzas difusas, de ahí la necesidad estar abiertos al público. A la población en general nos dejan el espacio espectacular, le dejan una cabeza de narco en la ventana de la casa con la misma gracia que un hechicero deja una gallina sin pescuezo en el desván. La decapitación es presentada como post-escenario de tortura; en la televisión y en la prensa como un espectáculo gore; en la calle ésta se construye teatralmente.

Las cabezas se acomodan escenográficamente sobre cofres de auto como la decapitación de “el gato”, un ladrón de vehículos; o una reciente decapitación  en la que se “adornó” con flores la cabeza mutilada, o bien aquella producción teatral con toda la intención de mostrar una función histriónica colocando en el cadáver del decapitado una cabeza de cerdo.

Sthal señala a la decapitación como un fenómeno político y al  mismo tiempo un ritual, raras veces puede ser interpretada de modo exclusivo. En la mayoría de los casos se trata de motivaciones complejas: una cabeza es cercenada para defenderse de un enemigo, hacer justicia, eliminar a un adversario político, atemorizar a un enemigo; pero también como él mismo subraya: en el ámbito de un ritual que concluye en ofrenda en el centro espiritual del imperio o del país. La instalación de cadáveres en los que se construyen escenarios patibularios hace las veces de un ritual dirigido a la instauración de un estado de cosas en la población; es decir, la violencia de la guerra contra el narco, constituye un elemento fundamental en el ensamblaje de un ambiente de terror, situación necesaria para el establecimiento de un nuevo régimen, acorde con las necesidades de la macroeconomía imperial.

Estos cuerpos deconstruidos hablan y enuncian una realidad. Foucault anota que describir una formulación, en tanto que enunciado, no consiste en analizar la relación entre el autor y lo que éste ha dicho, sino en determinar cuál es la posición que puede y debe ocupar todo individuo para ser el sujeto de la enunciación. Nuestro sujeto de enunciación es un joven sacrificado, un sacrificio necesario para la instauración de un  nuevo régimen de estado ─legítimamente burgués─ que responde y se determina por los comandos específicos de un mercado global.


[1]Esta militarización resulta de reformas de los órganos gubernamentales encargados de la gestión de las fuerzas del orden para combatir la corrupción. En 1996 este proceso acarreó la promulgación de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada y la creación de la Policía Federal Preventiva (PFP) en 1998. Este proceso se acentuó con la creación de  Agencia Federal de Investigación (AFI) en el 2002.  De igual manera, la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Publica fue promulgada el 2 de enero del 2009, enfatizando el nuevo rol de las fuerzas armadas en el terreno de la seguridad pública y de su coordinación en todos los niveles de gobierno. Con esta ley la dirección del Consejo Nacional de Seguridad Publica es transferido al presidente Calderón, quien funge como el comandante supremo de las fuerzas armadas del país.

[2] Se ha señalado que el estado mexicano (aunque haya un sector involucrado en el comercio de drogas), a diferencia de Colombia  no está narcopolitizado. Por tal razón, es necesario reemplazar el término “narcopolítica” para el de “lumpenpolítica”; ya que la “narcopolítica” limita a  una sola actividad delictuosa (el narcotráfico) el amplio espectro de actividades mafiosas de la clase dominante (en las que se puede se incluyen el caso FOBAPROA, el ordeñamiento de Pemex, las fraudulentas licitaciones para la construcción de infraestructura pública); en fin, toda una serie de delictuosas actividades lucrativas entre las cuales el narco sólo es una pequeña parte.

[3] En la reforma sobre la Ley de Seguridad Nacional se establece de manera indirecta que los militares podrán ser juzgados por autoridades civiles de acuerdo a los artículos 13 y 133 de la Constitución; sin embargo, dejaron pendientes la reforma al código de justicia militar en el que se establecería claramente que los militares que cometan ilícitos se someterán a las mismas instancias que cualquier otro presunto infractor, aun y con esta laguna se trata de un avance en el proceso de legitimación civil de las fuerzas militares.